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Picos de oro

En su discurso de ingreso en la Academia, Maura apuntó que "una corriente glacial aísla al orador tan pronto como le falta prestigio". Se refería, claro, a las biografías de quienes toman la palabra ante cualquier auditorio, y singularmente en el político. Las personalidades que han alcanzado la posteridad gracias a su elocuencia han cumplido por regla general con esa premisa del liderazgo sustentado en su propia ejecutoria: Lincoln, Luther King o Churchill, entre otros, han brillado en sus respectivos quehaceres antes de erigirse en figuras egregias de la retórica universal.

Este requisito de trayectoria distinguida en los que suben a la tribuna sospecho que sea ya cosa del pasado. Salvo contadas excepciones, nuestros dirigentes parecen sacados de la última liga de debate universitario, esas competiciones en boga en las que se reconoce el desparpajo juvenil no siempre acompañado de lecturas reposadas ni experiencias acumuladas. En la época del postureo, triunfa engatusar con imágenes más o menos atractivas y frases prefabricadas que comprometan poco o que lo hagan llamando la atención, porque lo que le interesa ahora a ese homo videns del que hablara Sartori no es precisamente la razón que el homo sapiens ha perseguido desde su origen.

Las videocracias, en este peculiar marco, elevan su nivel de vulnerabilidad, al entregar el mando a quien lo logra con independencia de su bagaje o capacidad, verborrea aparte. Y eso ocurre cuando el mundo digital acentúa tal fatalidad, en lugar de obstaculizarla. En tiempos en los que la civilización tiene acceso al mundo del saber en cuestión de segundos, ese inconmensurable caudal de conocimientos ni siquiera está sirviéndonos para detectar al charlatán, que continúa campando a sus anchas con su entretenida cháchara y cautivando a cada vez más incautos devotos. A Negroponte, el renombrado gurú de la cibercultura, se le olvidó avisarnos de todo esto en sus idílicas predicciones, desde luego.

En un famoso coloquio sobre la sociedad moderna celebrado en Berkeley, Marcuse defendió el potencial transformador de los medios de comunicación en aquellas naciones aquejadas por estos problemas, para corregirlos en apenas "tres semanas". También Popper lo sugirió, reivindicando incluso la directa intervención de esos canales informativos para amparar a las democracias de la amenaza protagonizada por la confusión de sus ciudadanos.

Sucede, sin embargo, que este sugerente objetivo de orientación social que ayuda a discernir qué es o no de recibo resulta ya una gran quimera, como consecuencia de la colosal multiplicación de plataformas por las que circulan hoy las noticias, la opinión y la desinformación, que constituyen un formidable acelerante de ese atolondramiento colectivo que allana el camino al poder a actores de verbo rebosante, aunque desprovistos de condiciones indispensables para gobernar a alguien.

En los asuntos fáciles, cualquiera puede ser elocuente, advirtió Ovidio hace veintiún siglos. La política nunca ha formado parte de esa categoría, desafortunadamente. Que sigamos sin reaccionar ante un tema así no presagia nada halagüeño, me temo.

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