A veces, vale la pena subrayar las obviedades y recordar algunas verdades de Perogrullo. La Comunitat Valenciana lleva algo más de un mes gobernada por un Consell presidido por un socialista, con dos vicepresidencias ocupadas por una representante de un partido nacionalista, Compromís, y por uno de los líderes territoriales de Podemos. Las diferentes áreas de poder autonómico se reparten en un complejo arreglo político entre miembros de estas tres formaciones, a las que hay que añadir también a Esquerra Unida. Transcurridas algo más de cuatro semanas, en este tranquilo país todavía no se han producido quemas masivas de conventos, nadie ha intentado nacionalizar Mercadona para convertirla en un economato de resistencia popular, la banca privada sigue funcionando con normalidad, los combativos muchachos del Bloc no han anunciado ningún referéndum para exigir la independencia inmediata, los trenes de la Generalitat siguen saliendo a su hora sin que se hayan colocado banderas rojas con la hoz y el martillo ondeando en las locomotoras, los turistas acuden en masa a Benidorm sin que ningún ecologista exaltado haya presentado un plan quinquenal para la demolición de todos los rascacielos turísticos, en la fiesta mayor del pueblo las vaquillas persiguen a los mozos cargados de calimocho sin que ningún animalista radical los meta en la cárcel y por si esto fuera poco, se ha confirmado que es absolutamente falso que el Consell esté preparando un decreto para obligar a todos los jóvenes estudiantes valencianos a participar durante sus vacaciones en la recogida de la naranja en concepto de servicio a la patria y a la revolución.

Aunque las comparaciones son odiosas, resulta imposible evitar la tentación de buscar las diferencias entre la fluidez con la que Ximo Puig ha montado un gobierno de izquierdas en la Comunitat Valenciana y el incomprensible guirigay político que ha montado Pedro Sánchez desde que ganó las elecciones del pasado 28 de abril. Las dos historias tienen el mismo punto de arranque: los socialistas obtienen una victoria clara pero insuficiente, en medio de un resultado electoral que deja clara la preferencia de los ciudadanos por un pacto entre fuerzas de progreso. Si el principio de estos dos relatos es prácticamente el mismo, su desarrollo nos ha llevado a dos territorios políticos absolutamente diferentes. En tierras valencianas se ha impuesto la lógica: los socialistas negociaron con sus aliados naturales (Compromís y Podemos) y tras un breve periodo de tira y afloja llegaron a un acuerdo para formar un gobierno progresista, en cuya preparación nunca se habló de líneas rojas y mucho menos de vetos personales. Lo que en València era normal, en Madrid se ha convertido en un material inadmisible. En la capital del reino las cosas están funcionando justo al revés que en esta apacible orilla del Mediterráneo. En vez de buscar puntos de confluencia, el PSOE está empeñado en encontrar motivos de enfrentamiento con Podemos, colocando toda clase de obstáculos para contar con una colaboración que le es absolutamente necesaria si quiere seguir controlando la Presidencia del Gobierno. Mientras la segunda edición del Botànic echa andar con normalidad, Pedro Sánchez marea por igual a sus partidarios y a sus más feroces detractores, colocando el país en una situación de incertidumbre y resucitando el fantasma de una nueva convocatoria electoral, que podría acabar con una victoria de la derecha.

Estamos ante dos formas contrapuestas de entender la gestión pública. Si en la Comunitat Valenciana se ha actuado pensando en los intereses de una ciudadanía que necesita que continúe el proceso de reconstrucción iniciado la pasada legislatura; a nivel nacional, el PSOE está funcionando en clave exclusiva de interés político. La obsesión por desgastar a Podemos y por beneficiarse de los restos de su naufragio empieza a convertirse en una práctica peligrosa en manos de unos aprendices de brujo que han perdido totalmente el contacto con la realidad de la calle y que no terminan de enterarse de que este país necesita de forma urgente una buena ración de estabilidad institucional. Acabe como acabe, ésta es una historia muy triste.