La dificultad para formar Gobierno que tienen los partidos que ganan las elecciones sin alcanzar la mayoría absoluta lleva a los afectados, singularmente al PP y al PSOE, a reclamar un cambio jurídico que les allane el camino al poder. Nadie quiere pactar porque nadie quiere repartir o ser excluido del reparto, ya sea en puestos o en presupuestos. Al parecer, no hay pacto sin reparto. Los programas quedan en un segundo plano.

Al PSOE no le urgía la reforma, porque, aun no ganando las elecciones, tenía posibilidad de llegar a acuerdos con Izquierda Unida o con los nacionalistas. No así al PP, que clamaba porque gobernase la lista más votada. Finalmente, su propuesta se impuso en el ámbito municipal, de manera que, si en una primera votación ningún candidato obtuviese la mayoría absoluta, será proclamado alcalde el candidato de la lista más votada. No por ello dejó el PP de denostar los acuerdos de mayoría en su contra alcanzados en primera votación por otros partidos; despectivamente los llama «pacto de perdedores». Sin embargo, ahora se han cambiado las tornas. El PP no gana las elecciones, pero tiene con quien pactar, dada la deriva de Ciudadanos y la aparición de Vox, mientras que el PSOE, siendo el más votado, carece de socios fiables. Los nacionalistas se han vuelto secesionistas, Izquierda Unida se ha diluido y Unidas Podemos quiere entrar en los gobiernos sin dejar de hacer oposición. El problema es que la solución dada por la ley para la elección de alcalde no la contemplan ni la Constitución ni los Estatutos de Autonomía. Una y otros disponen que el candidato a la Presidencia del Gobierno o de la respectiva comunidad autónoma ha de tener la confianza expresa del respectivo parlamento, o sea, no puede ser investido si no recibe más votos a favor que en contra.

La primera voz socialista pidiendo un cambio de regulación fue la de Susana Díaz en 2015, cuando, sin haber una alternativa a su candidatura a la Presidencia andaluza, Ciudadanos se empeñó en bloquear junto con el resto de la oposición su investidura, votando en su contra, aunque a última hora se abstuvo. Su lamento no encontró eco en las filas socialistas, porque ya estaba en marcha la aplicación de la misma medicina al futuro candidato del PP al Gobierno de la nación, el famoso «no es no» de Sánchez a Rajoy. Tras las elecciones autonómicas de 2019 insistió en ello, ya que el «pacto de perdedores» entre PP, Ciudadanos y Vox le impidió el acceso a la Presidencia andaluza, pese a haber ganado el PSOE las elecciones. Su propuesta es implantar un sistema de investidura semejante al previsto en el reglamento del Parlamento vasco y que es similar al asturiano; en igual sentido se ha pronunciado recientemente su compañero Eduardo Madina. El procedimiento básicamente consiste en la posibilidad de presentación simultánea de varios candidatos y que los diputados sólo puedan votar a uno de ellos o abstenerse, pero no votar en contra. En una primera votación se exigiría mayoría absoluta, pero en la segunda saldría elegido el que de los dos candidatos obtuviese más votos a su favor. Lo más relevante es que si se presentase un solo candidato, que es lo habitual, el sistema de votación no variaría, por lo que bastaría que el candidato se votase a sí mismo para ser electo; el resto serían abstenciones, porque el voto en contra sería un voto nulo.

El «no es no» ha mudado de bando y de interpretación. De firmeza democrática ha pasado a ser para el PSOE un insensato obstruccionismo y los que antes pedían la abstención para dejar gobernar al partido más votado y no tener que acudir a unas nuevas elecciones, ahora consideran patriótico no facilitar la investidura, desentendiéndose de sus consecuencias.

En realidad, el problema no es constitucional, sino político. El sistema de investidura presidencial ha funcionado bien hasta 2016 y el colapso que se produjo ese año obedeció a excepcionales razones políticas (corrupción, secesionismo), que son las que propiciaron el no menor excepcional éxito de la moción de censura contra Mariano Rajoy. El sistema no estaría hoy en cuestión si Ciudadanos pactase de nuevo la investidura con el PSOE, pacto que fue insuficiente en 2016, pero que ahora permitiría un Gobierno con mayoría absoluta. La deriva de Ciudadanos hacia la derecha y su desprecio a cualquier acuerdo con Pedro Sánchez ha permitido que el valor de los votos que maneja Podemos crezca por encima de su cuantía real y lo está intentando aprovechar Pablo Iglesias para rehabilitar su maltrecho liderazgo. La negativa de Sánchez a que haya un Gobierno de coalición es, sobre todo, un rechazo de plano a que haya un Gobierno bicéfalo, porque eso sucedería si Iglesias entrase en el Consejo de Ministros.

Establecer un sistema que imponga a la oposición la obligación de abstenerse en la investidura de un candidato a la Presidencia del Gobierno es un fracaso político y desde el punto de vista parlamentario un contrasentido. Al impedir votar no, se priva de valor a la abstención, que puede servir tanto para negociar la investidura como para explicar las razones de no votar en contra. Al impedir votar no, se pierde también la posibilidad de matizar la negativa, condicionando una posible abstención a un cambio del candidato propuesto por el partido ganador; por ejemplo, si en vez de presentar a un candidato responsable de la corrupción, se le sugiere que presente a otro más honorable. En fin, al impedir votar no, se produce un efecto perverso, igual al que sucede con la inmediata proclamación de alcalde tras una primera votación fallida; se favorece la pasividad del candidato, porque, pese a estar en minoría, no tiene necesidad de llegar a acuerdos para salir elegido. El sistema no sólo debe facilitar que se forme sin demora un Gobierno, sino también que haya gobernabilidad durante la legislatura. Para eso debe incitar al pacto y no a la prepotencia de quien no tiene la mayoría.

Puestos a cambiar el actual sistema con el fin de evitar la interinidad gubernamental, quizá sería mejor adoptar uno parecido al sueco. En síntesis, la Presidencia del Congreso (o el Rey), en atención al resultado de las elecciones y de los posibles apoyos parlamentarios, propondría un candidato a presidente del Gobierno y lo sometería a votación. Si este no tuviese una mayoría absoluta en contra, sería proclamado presidente. Si concitase ese alto grado de rechazo, se tramitarían nuevas propuestas y, si en el plazo de dos meses ningún candidato hubiese accedido a la Presidencia por ese procedimiento, las Cortes quedarían disueltas y se convocarían nuevas elecciones.

Pero no nos engañemos, ningún sistema es bueno cuando no lo son aquellos que tienen que aplicarlo.