Parece mentira. Todos decimos tonterías en ocasiones, aunque unos más y otros menos, pero cuando eres la vicepresidenta del Gobierno estás obligada a controlar más que el resto de la población lo que sale por tu boca, porque es inevitable que tus palabras sean analizadas hasta en el más pequeño matiz. Sinceramente, no nos merecemos, el conjunto de las mujeres, que Carmen Calvo dé un discurso tan trasnochado hablando de feminismo, intentando apropiarse de este movimiento y con un estilo además tan de mercado de abastos. Gracias por querer salvarnos la vida, señora Calvo, pero está usted fuera de onda.

El feminismo es un movimiento que tiene más de un siglo de vida y en el que han participado históricamente mujeres de todos los estratos sociales, condición, formación e ideario político. No es de los socialistas, sino del conjunto de la humanidad.

Cuando mi abuela lloraba porque no había podido estudiar, como en cambio sí se les había ofrecido en su casa a sus hermanos varones, no pensaba en el efecto que causarían sus palabras en una de sus nietas, en mí, que la escuchaba arrobada pensando que, en parte, tenía que estudiar mucho más por ella y por otras muchas mujeres que no habían podido acceder a la educación. Muchas mujeres que a día de hoy siguen sin poder hacerlo, pues no es cosa del siglo pasado lamentablemente. También muchos hombres, diría que la mayoría, participan con nosotras de este anhelo, puesto que tienen madres, esposas, hijas, y quieren lo mejor para ellas, para nosotras.

Y esto me lleva al segundo tema indignante que estoy observando en los movimientos presuntamente progres en los últimos tiempos. Cuando el día del orgullo eran cuatro lesbianas y cuatro homosexuales armados con un megáfono por la calle Preciados de Madrid, ahí no sólo se admitía sino que se le agradecía a cualquiera que se sumara a la reivindicación. Ya lo he contado, pero me gusta recordarlo. En la primera o segunda manifa, mucho antes de ser llamada del orgullo y del desparrame actual, bajé desde mi primer despacho, que estaba precisamente en esa calle, porque mi amigo Andrés Walliser me vino a buscar para que apoyáramos la reivindicación. Me pareció algo lúdico y de buen ambiente, no como ahora que parece que tienes que llevar en la boca el carnet de no sé qué partido para que te admitan. Es el mayor contrasentido que nunca podría haberme figurado, la venganza discriminatoria consumada de los antes discriminados. Tan de libro como inaceptable.