La capacidad de asombro de los españoles ante la inoperancia de los políticos que nos gobiernan sólo es comparable con la perplejidad que nos produce el descaro con el que los que aspiran a hacerlo se postulan, indicando exactamente el puesto que anhelan, renunciando a cualquier ideario político o programático y, sobre todo, despreciando lo último que debe perder no ya un político, sino cualquier persona: la dignidad. «Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros», que decía Marx, Groucho no Karl, por supuesto.

Tal es el caso de las supuestas negociaciones, los enredos varios, los cruces de declaraciones a través de diversos medios de comunicación y las acusaciones, unas veces veladas y otras explícitas, entre el PSOE y Unidas Podemos a cuenta de la sesión de investidura, o de no investidura, que ha de comenzar en el Congreso de los Diputados el próximo día 22 de julio. Pablo Iglesias se ha quitado la careta definitivamente y reconoce que lo único que persigue es ser ministro y que para ello (sic) «Está dispuesto hasta a cortarse la coleta», cosa que a mí me encantaría ver. Pedro Sánchez, por su parte, reclama a todos los partidos una elección por aclamación, Santo súbito!, parece que quiera oír en el parlamento, mientras los trescientos cincuenta «padres de la patria» depositan en él, el del «no es no», su confianza y hasta su indulgencia plenaria.

Claro que todo este teatro del absurdo, encabezado por Pedro y Pablo, se ha visto salpicado por una serie de gags tragicómicos protagonizados por los ministros del Gobierno en funciones. Los mismos que durante meses conceden entrevistas con cuentagotas, pero que cuando llega una campaña electoral o, como en el caso que nos ocupa, quieren trasmitir a los ciudadanos que la culpa del bloqueo político es de los demás, se prodigan en todas las televisiones hasta la saciedad; y como el refranero español es muy rico y muy sabio, ocurre lo que tiene que suceder en estas ocasiones: que el que mucho habla, mucho yerra.

Difícil lo tendría el jurado de los Premios Max de teatro para otorgar este año el galardón al mejor actor y a la mejor actriz de reparto si tuviera que escogerlos entre los ministros del Gobierno, pues tenemos actores de la talla de José Luis Ábalos y Adriana Lastra. Pero si yo formara parte de ese jurado, no tendría duda alguna. Para mí, la mejor interpretación de esta etapa estival, en busca de la tan ansiada investidura presidencial, sería Carmen Calvo por su magistral interpretación en la opera buffa titulada «No bonita».

Como seguro que ustedes habrán sido más inteligentes que yo y quizás no se hayan enterado de la polémica suscitada por la vicepresidenta del Gobierno porque han estado en la playa contando nubes, como su anterior jefe de filas, les explico que el revuelo se originó cuando Carmen Calvo afirmó que el feminismo se gestó en el seno del socialismo, remachando sus afirmaciones con la ya celebérrima sentencia con la que concluyó su reflexión: «No bonita, el feminismo no es de todas, nos lo hemos currado en la genealogía del pensamiento progresista». No voy a replicar a estas palabras, pues descalifican por sí mismas a la que las pronunció, pero sí me gustaría, como contrapunto, reproducir a continuación las palabras de Patricia Ortega, primera mujer general del Ejército Español, cuando se le preguntó sobre el tema en la emisora de radio Onda Cero: «El feminismo sí es de todas porque es parte de los Derechos Humanos».

En cualquier caso, lo de «no bonita» me ha traído a la mente una magnífica novela de Miguel Delibes, del año 1981, que fue llevada al cine con gran éxito por Mario Camus en 1984: Los santos inocentes. El libro, y la película homónima, relatan la vida de una familia de jornaleros extremeños que viven en un cortijo, atendiendo a las órdenes y los caprichos de los señoritos, que los someten a toda suerte de humillaciones y vejaciones. En la película, los tres personajes principales, Paco «el Bajo», Régula y Azarías, están interpretados respectivamente por Alfredo Landa, Terele Pávez y Paco Rabal. El personaje de Azarías es uno de los más interesantes, tanto en la novela como en la película, gracias a la excelsa interpretación de Paco Rabal, que da vida a un hombre con discapacidad intelectual que tiene un milano adiestrado, al que se dirige llamándole «milana bonita, milana bonita». La trama, como bien saben, acaba en tragedia cuando el señorito Iván abate el ave de un tiro y Azarías se cobra venganza, con gran sangre fría, ahorcándolo de una de las encinas del cortijo.

La situación que se describe en Los santos inocentes es una magnífica denuncia social sobre lo que ocurría en el campo extremeño en los años del tardofranquismo. Nuestra sociedad, por fortuna, ha avanzado de una forma exponencial desde entonces. Los derechos de todos los ciudadanos están garantizados por ley y somos uno de los países con mayores cotas de libertad para todos los colectivos, sin excepción. Que hay que seguir avanzando es indudable. Pero que la izquierda se arrogue en exclusiva los logros conseguidos hasta ahora no es progresista, sino retrógrado. Esa presunción supondría echar por tierra las metas alcanzadas gracias a nuestra transición y a nuestra democracia y eso, bonita, sí que no lo podemos consentir.