Cuando yo era joven trabajé en una empresa valenciana que exportaba a medio mundo, recibía continuamente premios a la excelencia (o algo parecido) y era visitada por gente famosa y conocida como los entonces Príncipes de Asturias.

Tenía un puesto intermedio en un departamento que, a pesar de tener una importancia menor en cuanto al resultado económico global de la empresa, poseía una gran repercusión comercial y una importancia fundamental para el grado de conocimiento de la marca en la sociedad española. Aunque las ventas de mi departamento no representaban un volumen lo suficientemente alto como para que el equipo directivo lo tomara en serio, la ausencia de una gestión seria y eficiente llevada a cabo por un directivo que conociera el trabajo y que, además, tuviera una cierta preparación cultural e intelectual era un secreto a voces y un problema que, al menos durante los años que mantuve mi relación laboral, nunca se intentó solucionar. Motivos habría.

Cuando me incorporé a esta empresa se me recibió con muchos halagos sobre mi preparación y un supuesto saber estar que me auguraba, según me dijeron, una gran proyección a futuro. Hay que decir que el sueldo no se correspondía con ese gran futuro que, al parecer, me esperaba, pero me supe adaptar desde el principio a una carga de trabajo desmesurada y a un ambiente laboral pésimo producto del bullying laboral que intentó hacerme cierto personaje. Pero lo que más llamó mi atención fueron las continuas promesas de un puesto de trabajo con mayores responsabilidades de gestión y un mejor sueldo. Casi desde el principio, y sin yo decir nada, se me prometió de manera reiterada que, en breve tiempo, me trasladarían de lugar de trabajo. Mientras eso ocurría, algo inminente al parecer, tenía que realizar tareas que no me correspondían ni por mi puesto de trabajo ni por mi condición salarial. Una de aquellas funciones extra fue la de formar a colaboradores que, venidos de los cuatro puntos cardinales, se convertían en mi sombra durante un mes para adquirir los conocimientos suficientes como para trabajar por sí mismos alejados de la empresa central. Se me envió a varias sucursales para resolver problemas que necesitaban tiempo y paciencia, debiendo residir en hoteles por espacio de 6 meses seguidos. Llegué a redactar algún informe para la abogada de la empresa, así como a realizar actividades manuales que no me correspondían. Todo ello lo hice no por la promesa de un cargo que nunca se materializaba sino porque mi forma de ser en el ámbito laboral siempre se ha ceñido a una idea: donde estés hazlo bien, nunca se sabe lo que el destino te puede deparar.

Como el lector habrá imaginado aquella promesa repetida hasta la saciedad nunca se hizo realidad. Con el tiempo me di cuenta de algo muy obvio. Cuando una empresa te quiere ascender no lo promete ni te lo hace saber con anterioridad. Un día te llaman a dirección y te lo proponen sin más. Con ello se evitan envidias de otros trabajadores y, por otro lado, que no tengas tiempo para pensar los pros y los contras o si el salario acorde compensa la mayor responsabilidad y carga de trabajo que vas a tener. Aquel puesto de trabajo ficticio fue utilizado por mi empresa por varios motivos. En primer lugar, para evitar que ante el descontrol que había en la dirección del departamento por estar dirigido por una persona muy poco formada y ante el hecho de tener que trabajar en un ambiente opresivo y producto de las envidias y chismorreos que, de manera incomprensible, no eran eliminados de un plumazo, yo abandonara aquella empresa y aceptase alguna de las ofertas laborales que recibí durante los años en los que trabajé para esta empresa. En segundo lugar, se pretendió -y consiguió- que llevara a cabo tareas y funciones que no me correspondían pero que se me invitaba a hacer con la velada promesa de que algún día mejoraría en mi escalafón laboral.

Visto con el paso del tiempo hay que reconocer que la jugada fue perfecta. Tuvieron un trabajador para todo que les resolvía problemas prácticos, no ponía reparos a ningún viaje, no tenía horario marcado y siempre estaba disponible. Otra cosa es el reproche moral que se puede hacer a una mentira tan descarada puesta en práctica por personas adultas a un joven con ganas de ayudar y hacer las cosas bien. Ahora que yo tengo la edad de aquellos que me mintieron con aquel puesto de trabajo -que nunca se materializó- no deja de sorprenderme el desparpajo con el que lo hicieron para conseguir el objetivo de tener un trabajador para todo que no ponía pegas a nada. Me refiero a que sería incapaz de mentir a un chico joven durante años con promesas falsas que me permitieran disponer a mi antojo de él para resolver problemas incómodos o aguantar a alguna que otra trabajadora con evidentes trastornos de personalidad.