Somos un pueblo con una gran imaginación, capaces de entender un chascarrillo y de reír a carcajadas ante una inocente, o indecente, historieta contada en tono jocoso que jubilosamente denominamos chiste. Las historias para hacer reír, los chistes, son toda una institución para nosotros acompañándonos en los acontecimientos de nuestra vida que tienen algo que ver con un momento feliz, o aburrido, o distendido, o incluso disonante, porque no me negarán que somos tan capaces de ser chistosos en un bautizo, como en una boda como en un entierro.

Estos atributos son propios de nuestra cultura y entendemos a la perfección que tras una buena comida entre amigos se emprenda la batalla de las ingeniosidades para intentar demostrar quién es el más sabio, ocurrente, divertido y perspicaz a la hora de conseguir que se desternillen en los postres hasta los más circunspectos.

Los ámbitos de aplicación de la ironía en su estado puro, son muchos y variados en nuestro país, dando por supuesto de que somos muy capaces de entenderla sin resquemores, ni especiales resentimientos hacia los que ironizan. Los políticos intentando hacer alarde de una buena retórica caen a veces en la ironía democrática, mecanismos verbales por los que intentan purgar al adversario, salir de un apuro, de una mentira o de una encerrona.

Mucho más divertida es la ironía en la pareja, tanto la tradicional como la progresista, porque en el fondo todas las parejas ironizan en su vida cotidiana. Fue el gran Groucho Marx el que ironizó con aquella famosa frase de que la causa principal de un divorcio suele ser un matrimonio. Uno de los autores norteamericanos más irónico en este terreno, es el desconocido H. L. Mencken con su obra En defensa de las mujeres, que arranca con una frase capaz de sublimar al género femenino hasta su máxima potencia: «Las mujeres, congéneres al fin y al cabo de los hombres, al margen del respeto que puedan exteriorizar ante los méritos y la autoridad del varón, en secreto lo tendrán siempre por un burro, sentimiento éste que va emparentado con la compasión». Puede servirnos como un manual de la ironía en su estado más puro.

Algunos estudios de sesudos y avezados investigadores sociales aseguran que tan solo un veinte por ciento de las personas son capaces de entender la ironía, lo que quiere decir que nada menos que un ochenta por ciento es incapaz de hacerlo, lo que da como resultado que la gran mayoría de la gente se toma al pie de la letra lo que se dice de forma irónica. La ironía como juego social la utilizamos como desahogo y debemos estar atentos para saber discriminar entre lo real y lo sarcástico.