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¡La calle es mía!

Pasar de perseguido a perseguidor y de reprimido a represor es una constante que se repite en la historia. El ser humano suele ignorar las lecciones que ofrece el pasado, que todo es circular, y que siempre se vuelve un paso atrás. Detrás de las grandes reivindicaciones humanas por los derechos, late siempre un deseo de venganza contra los considerados culpables del pasado, por muy pasado que este sea. Detrás de quien se considera oprimido hay un opresor en potencia, deseoso de convertir al culpable de sus males o sus herederos inventados en el mal original por esencia y hacerlo desaparecer, excluirlo de la sociedad e imponer, otra vez, una sola forma de ver el mundo. Qué difícil es convivir cuando la prepotencia y el abuso imperan sobre la tolerancia, cuando alguien se considera superior a los demás, cuando se quiere erradicar de lo cotidiano y normal o someter a categorías inferiores a quien piensa distinto.

La especie humana, que imita más que evoluciona, tropieza una y otra vez en la misma piedra. Y así cada etapa tiene sus grandes ideas, que se imponen y mantienen sin reparar en los daños o sentimientos de quienes no las comparten, que son excluidos y tachados de rémora, sin remisión posible. De esta manera, más que conseguir la paz y la convivencia, se vuelve a sembrar la semilla del rechazo, que va poco a poco germinando y que, al final, surge de nuevo con fuerza anulando aquello que, nacido con visos de virtud, se convierte en paradigma de intolerancia y, por tanto, objetivo, otra vez, de los ahora excluidos y antes dictadores. Qué ingenuos son y, a la vez, qué soberbios los que piensan que esta vez sí, que esta vez destruirán al adversario para siempre, aunque éste sea la mitad de la sociedad.

La manifestación del día del orgullo gay de este mes, entre otros sucesos, es un exponente claro de un error que incurre en el mismo defecto que la historia acredita como tal. Identificar el movimiento por la diversidad y la no exclusión con una ideología o tendencia determinada, no tolerar diferencias o disensiones, vincular lo reclamado a una posición política y excluir a quien difiere de lo reivindicado, es incurrir en la misma conducta que se rechaza y sembrar la discordia, promoviendo enemigos donde no los había. Cuando un movimiento por naturaleza transversal se identifica con la izquierda y excluye a la derecha, está creando una mitad social que, tarde o temprano, se posicionará en contra de lo reivindicado, por simple supervivencia, máxime cuando esta actitud se observa en otras reivindicaciones que se quieren monopolizar por un sector político declarándolas exclusivas y excluyentes. Al final, no se dan cuenta, su futuro dependerá de la situación política y sus derechos de quien gobierne. Toda adscripción a una ideología lleva a instrumentalizar la idea y ponerla al servicio de fines no compatibles con las aspiraciones que se dicen querer conseguir. Exponer un derecho a la pugna electoral es, cuanto menos, asumir el riesgo de entrar en ese complejo escenario, rebajando el exigido derecho a la categoría de estrategia o reclamo para un votante bien identificado.

Perder la transversalidad, perder la categoría de reivindicación humana, no ligada a intereses o visiones del mundo exclusivas de una ideología, hace perder a ciertos movimientos su carácter común, pues los elementos que se comparten son supeditados a perspectivas muy particulares que, sin embargo, en manos de quienes las gestionan, se quieren hacer pasar como determinantes de esos fenómenos. De esta manera, lo que podía ser comúnmente aceptado, en toda su diversidad y legitimidad, es convertido en exclusivo y excluyente, solo propio de una forma de ver las cosas, uno más de los elementos que definen una ideología, partido o sesgo político y, en definitiva, táctica o estrategia electoral o de poder. Dada la degradación de la política, esta opción implica degradar el derecho mismo. De este modo, pues, inevitablemente, aparece como hecho que debe ser combatido por los adversarios en el juego propio de las tensiones del poder. Querer vincularse a una ideología o parte de las opciones y, a la vez, exigir que se considere intocable por los adversarios cuando, a la vez, se utiliza como arma arrojadiza contra aquellos, está llamado al fracaso, además de ser exponente de cierta prepotencia. No hay ideología alguna, propia de una parte de la sociedad y utilizada como tal contra los oponentes políticos, que pueda ser impuesta como dogma inatacable a los contrarios, salvo, claro está, en las dictaduras, que se asientan en afirmaciones indiscutibles. Una cosa es el respeto, la no discriminación, que es algo indiscutible y otra, bien distinta, la visión particular de un hecho, la extensión de los derechos reclamados, cuando éstos se orientan en una dirección política determinada y se hacen deudores del mercado de compras y ventas propio de ese campo.

Excluir a PP, Cs y VOX o considerarlos enemigos de una reivindicación significa hacer lo propio con sus votantes, la mitad del electorado. Carmen Calvo ha sido clara, dentro de su confusión generalizada: el feminismo y la diversidad son socialistas y sus enemigos, las derechas en general. Se entienden, pues, las exclusiones, que responden simplemente a una estrategia política, a una instrumentalización de derechos manipulada en favor de opciones partidistas. Las reacciones no se harán esperar. Quien siembra vientos, recoge tempestades.

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