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La andanada

San Fermín y las paradojas del toreo

La semana de San Fermín se ha vuelto a vivir con tanta intensidad popular como ya es gozosa costumbre. En Pamplona el pueblo hace suya la calle, la plaza, el toro, los tendidos y cuanto se ponga por delante, en una suerte de democracia arrolladora hasta del más evidente de los sentidos comunes. Desde el atuendo (blanco de pureza y rojo de la sangre del toro) hasta el mismo transitar y hasta el dormir. Si algo es posible, será en la segunda semana de julio y en la capital navarra.

Y este año se han vivido situaciones ciertamente contradictorias. Algunas ya clásicas, como esa algarabía en plena lidia en los tendidos de sol, donde muchos dan la espalda al ruedo porque consideran (y a veces hasta puede que sea cierto) que se da el espectáculo más interesante, amén del repertorio de canciones que jalonan toda el festejo músico-taurino. Muchos aceptan que es la idiosincrasia de Pamplona, pero ningún sentido de identidad puede justificar que se tiren botes u otros objetos al ruedo cuando el toro todavía no ha sido finiquitado por su matador.

Por otro lado está el rigor de los trofeos concedidos. Especial controversia han provocado esas cuatro orejas paseadas por Cayetano el pasado viernes con dos notables toros de Cuvillo, para quien se pidió incluso el rabo del sexto. La mayor de las glorias que se puede adquirir en el coso pamplonica está, sin duda, en que miles de personas acaben coreando el nombre de uno. Pepín Liria, Padilla, Juli, Induráin... Porque, al fin y al cabo, es la decisión libre del pueblo. Porque les da la gana, sin reglas ni corsés que vengan impuestos desde ninguna ortodoxia escrita o pretendidamente aceptada por la tradición. La tradición aquí, señores, es el pueblo soberano.

Con todo ello, la tauromaquia vive una constante contradicción: los sanfermines son, sin duda, el escaparate más internacional del toro, el que mayores y más contundentes argumentos ofrece a todos los niveles. Porque el toro es el centro de la fiesta, porque no remite a la España cañí del torero y la folclórica, porque no fueron Lorca, ni Dalí, ni Picasso sus descubridores, sino un tal Hemingway, que sin ser ejemplo ético de casi nada, puso con su privilegiada pluma la fiesta de Iruña en el centro neurálgico de la obra de todo un Premio Nobel. Y claro, todas esas razones son muchas para no solo no abjurar de una feria tan alejada del resto del planeta estrictamente taurino, sino tomarla como estandarte y caja de resonancia donde los números mareantes acallen cualquier otra voz disidente. Muchos son y han sido los toreros que han evitado elegantemente pisar el ruedo del coso iruñarra. El de más salero, el inefable Curro: «Tanto ruido me daba dolor de cabeza». Esencia de Romero.

Tampoco se ha librado el encierro de las contradicciones sanfermineras. El sentido común diría que cuantos menos heridos, mejor debería ser el encierro. Parece obvio que las autoridades y organizadores pretendan tan encomiable fin. Pero vean ustedes que no: tras varios encierros donde los cabestros de la ganadería de El Uno realizaron impecablemente su trabajo, llevando arropados a los toros de los diversos hierros, evitando cortes innecesarios en la carrera y toros descolgados que avivaran el peligro, hete aquí que parte de los mozos y de algunos comentaristas de los encierros comenzaron a quejarse de que si esto ya es lo que era, que si los mansos matan la emoción con esa eficiencia, que si la rapidez, que si esto, que si lo otro... En resumidas cuentas, para los últimos encierros ya no corrieron las calles ni Messi ni Ronaldo, que así se llaman los bueyes punteros que han llegado a tal perfección en su trabajo que han soliviantado a unos cuantos. El resultado, no se sabe si relacionado directamente o no con esta decisión, ha sido que los encierros tampoco han sido mucho más lentos, aunque sí ha habido más heridos, sobre todo en el último de Miura. Y es que la vida, no me digan que no, solo tienen sentido con estas constantes paradojas. Que ya lo decía la santa: «Vivo sin vivir en mí»...

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