El pasado domingo, 7 de julio, San Fermín, cené en un bar. En televisión retransmitían la final de la Copa de Europa de Baloncesto Femenino. De vez en cuando miraba la pantalla: es un deporte que nunca me ha interesado, menos cuando queda un minuto y van casi empatados. Advierto que la selección española, en liza con la francesa, va ganando por mucha diferencia. Y gana. Nadie se inmuta en la sala. Yo siento esa leve satisfacción que da preferir que venzan los próximos a los lejanos. Pero vuelvo a mi cerveza y a mis tomates con salazón. Tan ricamente. Unos minutos después se entregan los trofeos y suena el Himno de España. Un ciudadano vocifera: «¡Con dos cojones!». A lo que yo, poco dotado para el grito, no puedo por menos que responder en tono audible: «¡Pero si son mujeres!». El ciudadano vocinglero no se inmuta: quizá, además de tonto, sea sordo. Démosle el beneficio de la duda.

Un camarero remata la faena: «¡Con dos huevos!». Pero, se ve, este no sólo sabe de anatomía, sino que tiene estudios geoestratégicos, y, sentencioso, afirma: «¡Y a los franchutes!». Por lo visto no sabe distinguir entre hombres y mujeres: todos deben ser hombres si saltan o corren. Pero sí distingue a primera vista la nacionalidad, que tanto marca el destino de las pelotas. Como siempre he considerado que los males de España derivan, en buena medida, de haber perdido la Guerra de Independencia, ese exabrupto me deja alarmado, no vaya a ser cosa que la guerrilla aceche si esta vez no «ganamos» el Tour de France -no sabiendo montar en bici, el ciclismo es el único deporte capaz de emocionarme-.

Hay un estudioso de estas cosas, llamado Billig, que hubiera explicado que nos encontramos ante un magnífico ejemplo de los que denomina «nacionalismo banal». Ha mostrado que más que en los grandes sucesos, la conciencia nacional y los nacionalismos se construyen en el ondear cotidiano de la bandera -que, quizá, ya no se ve conscientemente-, en el sonido inadvertido de los himnos, en la narrativa de gestas culturales o en los colores de las camisetas sudadas en la victoria. El nacionalismo impregna lo cotidiano: desfiles o fiestas lo subrayan, pero no son el cemento que lo hace tan potente. Por eso la mayoría de teóricos afirman que es el Estado es el que hace la nación, y no al revés, como el romanticismo decimonónico defendió. Es el Estado el que organiza reglamentos de uso de símbolos, el que patrocina con generosidad algunas federaciones deportivas, el que borda su escudo en mil lugares, en cada calle, como quien dice. Por eso, desde este punto de vista, me parecen bastante débil la distinción entre «patriotismo» y «nacionalismo», y, entre nosotros, interesada para justificar el hecho de que el nacionalismo español no es tal, sino un patriotismo legítimo, mientras que «los otros» nacionalismos son perversos, per se.

Quizá sean estructuralmente negativos los nacionalismos a día de hoy -no creo que todos lo fueran en el pasado-. Pero todos. Por eso deseo que nadie me obligue a ser nacionalista. Porque el que quiere obligar a otro a ser nacionalista es que es incapaz de concebir que es posible la convivencia de varias identidades colectivas y de sus expresiones pacíficas. A Europa le costó unos 200 años y varios millones de muertos admitir que en un Estado pueden cohabitar varias religiones. ¿No llega la hora de hacer lo mismo con las identidades, naciones, patrias o equipos deportivos? Luego ya viene la parte jurídica: por encima de eso están los derechos y las obligaciones o las leyes que dicen que hay un himno o una bandera que merecen respeto, porque lo son del Estado, el campo de juego común que nadie debe colonizar. Y Estado también son aquí las comunidades autónomas. Pero si se empeñan en regular que también merecen la adhesión entusiasta tendremos más problemas: el alma sólo es de Dios, decía el clásico. Afírmese poco, acéptese lo variable y déjese trabajar lo trivial y su capacidad de generar costumbre y rutina de diálogo.

Una última reflexión. Este nacionalismo/patriotismo hunde sus raíces en el patriarcado, porque cuando se inventó y organizó no pudo, ni quiso, prescindir de valores inherentes a las formas de entender la masculinidad por unas clases dirigentes que se apropiaron de lo nacional, precisamente, para prolongar o mejorar su dominio. La heroicidad era cosa de hombres. Y las heroínas lo eran en cuanto que se comportaban como hombres en algún momento -necesariamente excepcional- de sus vidas, casi siempre en ausencia de varones. Por eso el palabro «varona» define desde muy antiguo estas extrañas mujeres, nada triviales -y campeonas con cojones serían las heroínas de la cancha para algunos de la reserva animal de Occidente-. No es casual que en algunos debates actuales el nacionalismo español quede cosido a la defensa del machismo frente al feminismo y a la visibilización LGTBI. Un hecho que había llamado la atención de los historiadores era por qué miles de hombres se alistaron voluntariamente en los días iniciales de la I Guerra Mundial para ir alegremente al matadero de las naciones; recientemente Blom ha resaltado que, en parte al menos, fue una manera de afirmar una masculinidad puesta en entredicho por cambios culturales en el inicio del siglo XX. En un reciente libro sobre la Guerra del Vietnam se alude a esa motivación, aunque no faltan los ejemplos de castración traumática. Podríamos decir que la virilidad asociada la belicosidad patriótica desciende de golpe cuando la metralla te corta las razones.

Acabé mi helado y volvimos a casa. En el camino le conté a mi hijo la historia de La Marsellesa y hasta me atreví a entonar algún compás. Aparte del de les Fogueres, La Marsellesa es mi Himno favorito. Unos dirán: es el himno más nacionalista. Lo es. Pero otros indicarán que es la invitación triunfal a la ciudadanía constituyente. Todos tienen razón. El mundo es muy raro. Lo bueno de las revoluciones es que los que la cantan saben simplificarlo. Ahora ya no sabemos. Quizá sea para bien. Hobsbawm dijo que vivimos de «los ecos de La Marsellesa». Y que dure. Desde ese deseo, entre San Fermín con su delicado folklore y el 14 de julio, hoy, me quedo con la caída de la Bastilla. Y enhorabuena a las campeonas española de baloncesto.