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Sin permiso

Hartazgo

Parece evidente que la política española se ha convertido en un auténtico esperpento. El debate de «no investidura», celebrado en la Asamblea de Madrid, va más allá de la deformación de la realidad que caracterizaba al estilo literario de Valle-Inclán. No hay duda de que supera, con creces, el límite de la estupidez humana. Imaginen a sus señorías en una sesión plenaria convocada para no votar a nadie, porque no hubo aspirante alguno al que elegir. Eso sí, el sueldo lo cobrarán, por más que merezcan tanto parné como vergüenza han demostrado. Poca, vaya. Lo jodido es que esta tomadura de pelo se extiende por todo el país, en un alarde de insensatez impropia de quienes regirán nuestros destinos durante los próximos cuatro años.

A la vista de los barómetros que el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ha ido presentando en los últimos días, la desafección respecto a los partidos políticos y sus representantes va en aumento. Aunque algunos gusten en limitar la demoscopia oficial a las previsiones electorales, las encuestas recientes ofrecen otro dato revelador: los políticos se consolidan como el segundo problema de los españoles, solo superado por el desempleo. Un tercio de la población lo considera así. Nunca antes se había alcanzado tal grado de rechazo. Ni la crisis económica, ni el estallido de los casos de corrupción, se acompañaron de cifras tan elevadas de preocupación por la clase política. Sí, la gente está harta. Muy harta.

No es preciso que el CIS de Tezanos gaste un céntimo más en convencernos de que, en el supuesto de repetirse las elecciones, el PSOE ganaría de calle. Basta con preguntar al vecino del cuarto para ser consciente de que la peña está hasta los mismísimos de tanta inestabilidad. Por supuesto que Pedro Sánchez arrasaría y, desde esta posición de seguridad, puede permitirse negarle ministerios y vicepresidencias a un Pablo Iglesias venido a menos. Cuestión de cerrar ya este episodio de desmadre y dejar gobernar al presidente interino porque, sean unos u otros, las líneas estratégicas acaban siendo decididas desde el exterior. Ahí sigue la dichosa Troika -Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional- a la que nos debemos en cuerpo, alma y, sobre todo, dinero. Y, en los temas locales -que si Cataluña, que si el aborto, que si la financiación autonómica, que si churras o merinas- den por hecho que lo del consenso es un término que pasó a mejor vida con aquella generación que la casta podemita denomina «Régimen del 78». Bendito régimen, por cierto.

Ya saben que, cuando un pueblo olvida su historia, se condena a repetirla. Pero no aprendemos y el ciclo se reitera, aunque ahora sea en el polo opuesto. Mientras Podemos acabó siendo el caballo de Troya para los restos de la socialdemocracia española, ahora es Vox quien dinamita al centro-derecha nacional, representado por PP y Ciudadanos. Si en Madrid o en Murcia empiezan a sufrir el filibusterismo de Abascal y compañía, es porque ambos partidos lo merecen. Estaban avisados, pero no atendieron al mensaje. Hace mucho, mucho tiempo, que perdieron el rumbo ideológico. Los referentes del humanismo cristiano o del social liberalismo se han difuminado, para acabar bailando al son de una extrema derecha que repele, cada vez más, al votante centrista. ¡Aléjense, diablos!

Hace un buen tiempo que la política española quedó huérfana de líderes de envergadura. Porque ser más mediático, guapetón o simpático -de ahí no pasan- no conlleva capacidad implícita para dirigir un país. Tampoco se observa fidelidad a ideologías sólidas, por más que siempre sea aconsejable disponer de un referente de uno y otro lado. Ni siquiera existe ya el biconceptualismo que preconizaba Lakoff, sino un «donde dije digo, digo Diego» más propio del arribismo predominante. Recuerden que, como decía Groucho, los principios son tan laxos que pueden variar a gusto del consumidor. No hay más.

Quienes tantas veces criticaron la proximidad del PSOE a la izquierda bolivariana de Iglesias o su pleitesía hacia el separatismo catalán, hoy caen el mismo error. Olvidan que, en este país, es peligroso jugar con los radicales, sean éstos de una u otra calaña. Para asegurar la estabilidad del país y dedicarse a solucionar los problemas que de verdad importan, bastaría con que los tres partidos mayoritarios respetaran las reglas del juego. En el caso que nos ocupa, empezando por aceptar que, cuando no hay otra salida mejor, el ganador acaba por llevárselo todo y la abstención se convierte en la decisión más sensata. ¿O acaso es más favorable forzar pactos contra natura con populistas o separatistas? A ello están obligados quienes deseen lo mejor -o lo menos malo, según prefieran- para España y los españoles. Lo demás son cuentos.

El futuro de este país no puede depender de una ruleta electoral, en la que cada uno sigue apostando en espera de resultados más favorables a sus intereses. Cuando las ideologías flaquean, hay que reclamar que impere el buen juicio. La postura de Pedro Sánchez, negando la entrada en el Gobierno a Podemos, es tan coherente como lo fue la decisión de Manuel Valls, ayer amado y hoy denostado por Ciudadanos. Parece más inteligente respetar al ganador, si lo que se pretende es evitar el caos que conllevaría repetir elecciones. Y, por supuesto, actuar desde la oposición, que para eso está el poder legislativo. Con reciprocidad de los socialistas, por supuesto, allí donde estos sean pieza clave, pero no primera opción de gobierno. Solventada la urgencia, cabe buscar soluciones para evitar repetir el mismo error. Aceptar coaliciones a la alemana -¿por qué no?-, otorgar un bonus extra de escaños a los ganadores -al estilo de los griegos- o, simple y llanamente, aplicar las mismas reglas de juego que en las elecciones locales, donde la falta de acuerdo se resuelve otorgando el gobierno al partido más votado. Cambiemos las leyes porque ya va siendo hora.

Así las cosas, uno recuerda aquello de que la gente tan solo «pide vivir su vida, sin más mentiras y en paz», como nos cantaba el grupo Jarcha. Si seremos complacientes que con eso nos basta. Fue el himno de la olvidada generación del 78 y, claro está, algunos ni la conocen. Lástima.

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