El nivel de desempleo juvenil ha disminuido significativamente en los últimos años; la mala noticia es que sigue siendo excesivamente alto.

Según la Encuesta de Población Activa (EPA) del primer trimestre de 2019, todavía hay en España más de medio millón de jóvenes, entre 16 y 24 años, parados, lo que representa una tasa del 35,31%, casi dos veces y media la ya alta tasa de paro del conjunto de la población activa española, el 14,7%.

El coste de no abordar seriamente -y resolver- este gravísimo problema es socialmente catastrófico, y supone una gran pérdida económica por la disminución del potencial de producción.

Esta preocupación no es, exclusivamente, un asunto español, sino que se comparte con muchos países europeos, aunque en nuestra nación la tasa de paro juvenil supera ampliamente la media de los países de la Unión, al igual que sucede con el desempleo del conjunto de la población activa.

Quizá por ello, hace ya años, la Comisión Europea diseñó y puso en práctica un programa, denominado Garantía Juvenil, con la finalidad de asegurar que los jóvenes de hasta 25 años pudieran recibir una oferta de empleo de calidad, un puesto de trabajo en práctica o una formación complementaria, no más tarde de los cuatro meses después de que hubieran abandonado su educación formal o hubieran quedado desempleados.

Como es lógico, la Comisión Europea, en sus informes, destaca todos los aspectos de su programa que han significado logros, desde que fuera puesto en marcha en 2013 y, en consecuencia, se muestra muy satisfecha. Pero el Tribunal de Cuentas Europeo, en su análisis de evaluación del programa, es mucho menos triunfalista y la OIT, en su informe sobre el mismo, no se ha limitado a manifestar las «luces» de la iniciativa, sino también sus «sombras». Lo que es seguro, por evidente, es que no se han alcanzado los objetivos que se planteaban.

Lo cierto es que la generación de los llamados «milenians» es, muy posiblemente, la primera de la historia próxima (al menos desde el final de la Segunda Guerra Mundial) que va a vivir peor que la de sus padres.

Naturalmente que el desempleo juvenil ha comenzado a descender desde el punto más álgido de la crisis económico financiera, pero no es menos cierto que esa recuperación está basada en un trabajo precario. Como nos recuerdan continuamente los sindicatos de trabajadores, las cifras de contratos temporales y a tiempo parcial no han dejado de crecer desde 2012.

Hay quienes pretenden justificar ese hecho en una supuesta preferencia de los jóvenes por la «flexibilidad», cuando lo cierto es que la inmensa mayoría de ellos lo que realmente desea es un contrato fijo a tiempo completo, aunque no puedan conseguirlo, porque de ese tipo no se ofrecen. Resulta cínico confundir «flexibilidad» con «inseguridad».

El trabajo precario difícilmente consigue sacar a las personas de la situación de pobreza. Por ello, el trabajo precario no es, solamente, un asunto del mercado laboral, ni es una elección de forma de vida, sino que es el resultado inevitable de la aplicación de las políticas económicas que han venido produciéndose en las últimas décadas, y muy particularmente de las medidas de desregulación laboral y de austeridad fiscal adoptadas en plena crisis económica.

Otra derivada del desempleo, en general, y también del juvenil, es que, parcialmente, lo es de larga duración, esto sucede cuando los parados llevan más de un año buscando empleo sin conseguirlo. Este tipo de paro es singularmente grave, porque provoca efectos muy negativos sobre las personas que lo padecen; impactos que, de forma casi inmediata, afectan incluso a su salud, pero, además, con unos efectos a largo plazo muy perversos, porque genera dificultades crecientes, según pasa el tiempo, para encontrar un trabajo, ya que se va deteriorando la capacidad profesional de los afectados, en particular en los jóvenes que carecen de experiencia laboral.

Algunos empresarios, afortunadamente no todos, reclaman más «flexibilidad» y, sin duda, en el momento presente tenemos un mercado laboral muy flexible, excesivamente flexible. Pero, ¿es demasiado pedir que, además de tener en cuenta las necesidades de negocio de las empresas, tengamos que pensar que los trabajadores son seres humanos, cuya salud y bienestar debe preocuparnos a todos? Hay que alcanzar un equilibrio de flexi-seguridad. El trabajo ha de ser decente, adecuadamente retribuido y compatible con la vida familiar, para el bienestar físico y mental de las personas. Y los poderes públicos deberían proteger que así fuera.

La actual situación de los jóvenes en el mercado laboral no es un efecto «natural» irremediable. En realidad estamos ante una ventana de oportunidades para generar millones de puestos de trabajo decentes, asociados a lo que podríamos denominar las dos revoluciones imparables: la verde y la digital.

Por una parte, la inteligencia artificial y la automatización van a crear muchísimos empleos de calidad, destruyendo, simultáneamente, otros muchos. Por otra, la transformación verde de nuestras economías para luchar contra la crisis climática y defender la sostenibilidad de nuestro planeta también creará millones de empleos, al tiempo que desaparecerán los puestos de trabajo asociados al uso intensivo del carbono y al abuso en el consumo de recursos naturales. Pero hay que estar preparados para ello.

Son los jóvenes los que han de estar mejor formados para impulsar estas transiciones, para lo que será necesario invertir en mejorar las capacidades personales. Sin duda, los jóvenes necesitan apoyo para realizar su propia transición desde la escuela hasta los nuevos puestos de trabajo. En definitiva, se requiere educar y formar a los jóvenes, desde edades tempranas, para poder abordar los trabajos asociados a las revoluciones verde y digital, mediante una educación de calidad y al mantenimiento, a lo largo de su vida laboral, de una formación permanente.

Prácticamente nadie está exento de trabajos precarios en Europa, ni la industrializada Alemania, país que, sin embargo, no experimenta tan altos niveles de desempleo juvenil, quizá porque ha practicado con éxito la formación dual, que facilita que los jóvenes completen la parte teórica de su formación en las escuelas, con la práctica de aprendizaje en las empresas. De hecho, son los países con una proporción relativamente alta de aprendices los que tienen significativamente menos problemas de desempleo juvenil.

Es por tanto necesario que los jóvenes, sea cual sea la trayectoria educativa que hayan seguido, tengan acceso a una combinación de prácticas formativas y laborales que puedan facilitar su incorporación futura a puestos de trabajo seguros y decentes, siempre que los poderes públicos eviten que los jóvenes aprendices se conviertan en una mano de obra barata en sustitución de trabajadores consolidados.

El reto al que se enfrenta la sociedad para integrar a sus jóvenes es inmenso. Evidentemente, a la vista de la experiencia, no parece fácil superarlo con éxito. Pero ni es una maldición divina, ni un castigo de la naturaleza. Ponerse, de una vez, a ello como una prioridad absoluta es una exigencia.