Estas semanas de inicio de las nuevas corporaciones municipales en toda España se escuchan numerosos compromisos sobre los proyectos de ciudad que alcaldes y concejales quieren llevar a cabo en sus localidades. Son muchas las propuestas fragmentadas que se hacen, tratando de dar respuesta a necesidades puntuales de los vecinos, pero muy pocas las reflexiones sobre estrategias urbanísticas que puedan mejorar nuestra convivencia; numerosas las ideas sobre el entorno construido o por levantar, pero prácticamente ninguna sobre cómo las personas habitan, de manera individual y colectiva, nuestras ciudades.

Por el contrario, ningún alcalde, concejal o grupo político en los ayuntamientos reflexiona sobre lo que el sociólogo norteamericano Richard Sennett, en su último libro denomina como «ética para la ciudad», las bases para avanzar hacia ciudades más éticas, en las que se puedan repensar los componentes esenciales de la ciudad que permitan profundizar en valores que den una mayor calidad de vida, en línea con algunas de las últimas propuestas que avanza el Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (HABITAT).

Es cierto que nuestros responsables políticos valoran sus mandatos en función de las construcciones, edificios y equipamientos que son capaces de levantar, como si fueran monumentos imperecederos a su gestión. Sin embargo, lo que el historiador francés Fustel de Coulanges bautizó en 1864 como La Ville, lo que hoy entendemos como la ciudad física, compuesta por los edificios, los espacios públicos y las infraestructuras, deben estar al servicio de sus habitantes, quienes con sus usos, sus relaciones e interacciones proyectan los valores que modelan estas ciudades.

De hecho, una parte importante de los problemas que tienen nuestras urbes pasa por dar más relevancia a las edificaciones, las construcciones y las infraestructuras que, a las personas y sus necesidades, presentes y futuras. Barrios sin equipamientos ni servicios, edificios públicos sin uso, viviendas sin accesos, calles en las que las personas apenas pueden caminar, niños sin parques, personas mayores sin lugares en los que poder salir a pasear, barreras físicas, segregaciones sociales, vías públicas convertidas en comedores y bares. La lista de ejemplos que encontramos en todas nuestras ciudades es tan apabullante que sobran más argumentos.

Pero avanzar hacia ciudades éticas no significa, ni mucho menos, reducir este concepto a un simple adjetivo mediante políticas urbanas cosméticas, epidérmicas y cortoplacistas, ni utilizar de forma hueca palabras de moda, manoseándolas hasta que pierdan su sentido, como ha sucedido, por ejemplo, con los conceptos de sostenibilidad y participación, que parecen poder aplicarse a cualquier ocurrencia, aunque carezca de los componentes esenciales que las determinan.

Alimentar de componentes y valores éticos nuestras ciudades permite incorporar elementos tan importantes como el civismo, el respeto al otro, el cuidado con el entorno urbano, la necesidad del encuentro, la reducción de las desigualdades sociales y espaciales, la eliminación de barreras físicas, la respuesta a las necesidades esenciales para que las personas, en todas sus edades y condiciones, puedan usar la ciudad y encontrar en ella su bienestar biopsicosocial. Pero también significa mantener los vínculos interculturales y facilitar la cohesión social, comunicar fácilmente las distintas zonas y barrios, recuperar y regenerar espacios para la convivencia intergeneracional, sin olvidar mantener y reforzar nuestra relación con la naturaleza, así como el respeto medioambiental. Todos estos componentes éticos y otros muchos deberían estar en las prioridades de los responsables de la planificación urbana, incluyendo alcaldes y concejales, poniendo en el cuadro de mandos de sus preocupaciones a las personas.

Es cierto que todo ello nos habla también de ciudades abiertas, en continuo diálogo con sus habitantes, accesibles a los cambios y necesidades que van surgiendo, capaces de incorporar transformaciones tecnológicas que surgen a una gran velocidad. Todo ello son ideas que desde hace años han tratado de plasmar algunos urbanistas, con propuestas sencillas, desde los microparques urbanos de Aldo van Eyck en Amsterdam, hasta las intervenciones ideologicoplásticas de Aldo Rossi en sus viviendas de Berlín, por poner algunos ejemplos. Sin embargo, por estas tierras, el pensamiento y las propuestas sobre nuestras ciudades parecen también sometidas al cortoplacismo político en el que vivimos.

A pesar de ello, esta nueva visión ética en nuestras ciudades avanzará, más tarde o más temprano, ante la exigencia de integrar elementos esenciales en ellas, como es la defensa del medio ambiente y del planeta, la utilización de energías renovables y limpias, la reducción y el reciclado de residuos, la preocupación por la salud y la felicidad, las necesidades de poblaciones cada vez más longevas, así como la promoción de medios de transporte integrados y no contaminantes. Problemas acuciantes como la emergencia climática, la emisión de contaminantes, la pérdida de biodiversidad y la destrucción de nuestros ecosistemas tienen también su respuesta y su solución desde nuestras urbes, de manera que hacer ciudades más éticas nos permitirá avanzar hacia la necesaria transición energética.

Hacer ciudad nos ha permitido al mismo tiempo rehacernos como personas, pero toca ahora que esas metrópolis nos permitan vivir mejor y ser también mejores ciudadanos, dando mayor valor a nuestra convivencia y cuidando un planeta con el que estamos en deuda.