Hace unos días se celebró en Madrid el tradicional Día del Orgullo, fiesta lúdica y reivindicativa del colectivo LGTBi que va camino de convertirse, si no lo es ya, en el acontecimiento español con más trascendencia en todo el mundo a tenor del número de visitantes extranjeros que recibe Madrid y del dinero que ingresan tanto las arcas públicas como las manos privadas.

A pesar de las críticas que el Orgullo (como se le conoce) recibe cada año, su existencia se justifica plenamente por dos motivos. Por una parte, para reivindicar la memoria de los gays y lesbianas que fueron encarcelados, torturados y humillados durante la dictadura franquista por su simple condición sexual al convertirse en objetivo prioritario sobre el que ejercer la represión franquista y siendo, por tanto, uno de los colectivos que más injurias y calumnias ha recibido tradicionalmente en España. El ensañamiento descalificativo que la derecha española más retrógrada ha llevado a cabo de manera obsesiva y tradicional contra el colectivo homosexual se ha caracterizado por el sadismo y la persecución. Supongo que habrá numerosos estudios psiquiátricos que expliquen el motivo de esta obsesión, pero en cualquier caso algo tendrán que ver las frustraciones personales y los deseos incumplidos. Por otra parte, el Día del Orgullo LGTBi supone una apuesta hacia el futuro por cuanto explica la necesidad de que los grupos más o menos minoritarios de la sociedad española puedan tener el derecho de poder desarrollarse como personas con los intereses que estimen oportunos. Una sociedad que respeta y apoya a las minorías tiene una proyección de futuro mucho más asentada que aquellos países en los que se persigue a los homosexuales y se ningunea a otro tipo de colectivos.

La mejor forma que tiene un país de demostrar el grado de implantación que las ideas democráticas tienen en su seno es cuando se pone a prueba su capacidad de tolerar a las minorías y a los movimientos sociales o culturales que se salen de la moral habitual. Cabría preguntarse qué se entiende por minoría y por moral habitual. Más que hablar de moral habría que referirse a ética. Así podríamos decir que morales hay muchas, pero ética solo una y por tanto morales puede haber tantas como sociedades y a su vez dentro de cada una de ellas puede haber otro buen número de ellas. Sin embargo, el concepto de ética remite a algo universal, a un conjunto de normas no escritas que forman parte del acervo cultural de la humanidad que se ha ido desarrollando desde que los clásicos griegos comenzaron a escribir y reflexionar sobre el hombre hace más de 2.500 años.

Dentro del grupo de categorías que integra el movimiento LGTBi me voy a centrar en el de las mujeres lesbianas. A principio de los años 90, en mi etapa universitaria, se comenzaba a hablar de lo que finalmente se llamó «salir del armario» cuando un hombre de cierta trascendencia pública hacía una declaración en los medios de comunicación sobre su condición de homosexual. Al mismo tiempo era común la presencia de gays en la Universidad que de manera más o menos explícita hacían notar su condición. Pero lo que no había eran mujeres homosexuales. Las lesbianas no existían en la juventud de principios de los años 90. Obviamente las habría en un tanto por ciento de la población femenina similar al actual, pero ya fuera por voluntad propia o porque su reconocimiento era más difícil que para los hombres, resultaba muy extraño encontrarse con una mujer que ni siquiera de manera leve dejara ver su condición de lesbiana.

Recuerdo el caso de una chica que conocí durante el tiempo que pasé en la Universidad de Alicante. Durante los años que me mantuve cerca de ella, en la Facultad o fuera de ella, fui observando comportamientos que no lograba entender. De familia adinerada, vestía con ropa ancha que compraba en los mercadillos. A pesar de su juventud, ya había tenido un número de parejas masculinas muy excesivo para el tipo de vida que tenía, muy centrada en los estudios universitarios, que ella achacaba a un carácter especial y difícil. Además, según pude saber, sólo lograba tener relaciones sexuales por la noche cuando había bebido y después de haber ido de bares. El paso del tiempo unido a otros detalles me hizo darme cuenta que el único problema que tenía aquella chica es que no aceptaba su condición de lesbiana por miedo a su familia y a hacerlo público. Mientras mantuve contacto con ella nunca la conocí feliz en un sentido real del día a día. Me recordaba a uno de esos gatos callejeros que caminan por la calle mirando a todos lados por si le tiran una piedra.

Por eso cuando en la actualidad veo a chicas de la mano en la ciudad donde vivo no puedo dejar de alegrarme por ellas porque tendrán una vida como la de cualquier otra persona, es decir, alejadas de la angustia diaria en la que vivía aquella chica que conocí en la Universidad hace más de veinticinco años.