Se mire por donde se mire, las diputaciones provinciales son una de las más extrañas criaturas que ofrece el ya de por sí bizarro universo de la política española. Cuando se creó el Estado autonómico, todos los expertos profetizaron la rápida desaparición de estos entes territoriales, que transcurridos cerca de 40 años siguen gozando de una salud de hierro y disfrutando de unos presupuestos abundantes, absolutamente inusuales en estos tiempos de crisis económica y de recortes en los servicios públicos. La lista de peculiaridades es sangrante e interminable. Aunque la mayor parte de los partidos del arco parlamentario -en nuestro caso, PSPV, Compromís, Ciudadanos, EU y Podemos- se declaran partidarios de su supresión, sus dirigentes más destacados se dan de bofetadas para entrar en ellas y convierten la elección de diputados provinciales en uno de los espectáculos políticos más violentos que se pueden contemplar. El principal defensor de su continuidad es el PP; una formación política que se autodefine como liberal y partidaria de reducir al mínimo el volumen de la Administración pública y que a pesar de eso, no ve ninguna contradicción ideológica en mantener contra viento y marea una estructura carísima con unos gastos de personal inmensos. El poder de supervivencia de estos organismos es tal, que incluso han logrado seguir vivos en los ecosistemas más adversos: ahí está el caso de las diputaciones catalanas, funcionando tan panchas en un entorno furiosamente nacionalista, que en vez de suprimirlas ha preferido rizar el rizo y añadirles un sistema de demarcaciones comarcales. También valdría la pena hacer una reflexión sobre la preocupante tendencia a acumular sucesos luctuosos que tienen estas instituciones, recordando los tristes finales de algunos de sus más destacados presidentes: desde los populares Rus, Ripoll y Fabra, pasando por el socialista Jorge Rodríguez.

La singularidad de las diputaciones afecta hasta al mismo argumentario que se utiliza para justificar su existencia. Cada vez que alguien se enfrenta con uno de sus acérrimos defensores, recibe la misma respuesta: la continuidad de estos entes provinciales es fundamental, porque llegan a los pueblos pequeños y a una serie de comunidades que no están atendidas por los gobiernos autonómicos y que, de otra forma, quedarían totalmente desasistidas de inversiones, de infraestructuras y de servicios públicos. Reduciendo al absurdo esta afirmación, se llega a una conclusión bastante incongruente: para que las diputaciones existan es necesario que la Generalitat funcione mal y haga dejación de unas funciones que entran claramente en su lista de competencias. La solidez de estos extraños argumentos queda seriamente tocada por fenómenos como el grave problema de despoblación de nuestras zonas rurales que, a pesar de estar consideradas como áreas prioritarias de intervención de las diputaciones, llevan décadas metidas en una espiral imparable de deterioro económico y social contra la que se han mostrado absolutamente ineficaces los millonarios despliegues presupuestarios realizados desde el Palacio Provincial.

Para explicar este misterio inexplicable hay que mirar hacia los terrenos de la política pura y dura. Las diputaciones se han consolidado como unas potentes y efectivas maquinarias de poder y de influencia y nadie parece tener el valor suficiente para dar un primer paso cuyas consecuencias serían imprevisibles y traumáticas. En el caso de Alicante, la situación viene con una carga añadida de dramatismo patriótico, al asumir la Diputación durante años el papel de defensora de los intereses de la provincia frente al centralismo de València.

Iniciativas como la creación de mancomunidades de ayuntamientos o de entes comarcales, impulsadas por el actual Consell, suenan bien y se adaptan mucho mejor a las dinámicas de organización territorial de un sistema autonómico, que en su día recibió el apoyo masivo de todos los españoles. Sin embargo, la experiencia nos dice que estos bienintencionados proyectos están condenados a chocar con una realidad en la que las diputaciones seguirán jugando por los siglos de los siglos el papel de mastodontes indestructibles totalmente ajenos al paso del tiempo y a la modernidad.