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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

GilyGil

Siempre he pensado que la política española, o en realidad una sociedad razonablemente ilusionada que venía del franquismo y había encontrado un oasis en la transición, perdió la inocencia con GilyGil. Es probable que el individuo no fuera más que un síntoma de la enfermedad y no el virus que la causaba y, si me apuran, sólo era uno más. Quizá sin su oronda barriga, esa ostentosidad de pelucos de oro y cadenacas con cristos al cuello, la nauseabunda utilización de un club de fútbol que compró -es un decir, porque parece que simplemente se lo robó a los socios- y la publicidad que le hacía todas las noches «butanito» hubiese sido un personaje de opereta, un precursor de Trump como otros muchos que se mueven en los entornos del poder y en los límites de la legalidad. Y tal y tal, como su muletilla.

Todo junto, el gilismo era una bomba atómica preparada para volar el sistema, como desgraciadamente ocurrió aquí y allá en una castigada España que no se merece tanto hortera con ínfulas y tanto ladrón de cuello blanco, aunque en su caso fuese de chancletas, calzonazos y camisa abierta hasta el ombligo. Ni siquiera inventó Gil el amaño de que los electores le absolvieran de los delitos, ya lo intentó antes Ruiz Mateos, otro que tal, pero este fue mucho más allá porque en Europa no se le había perdido nada ni había parcelas que expoliar y planes parciales que llevarse a la buchaca. De Gil aprendió hasta el último concejal de un pueblo perdido que el urbanismo bien llevado es una mina y como decía en una brillante conversación Enrique a Sonia con que cambies de color mis propiedades en el plano ya me apaña. ¿Qué más dará marcar con rotulador verde o naranja? ¿Qué os cuesta y a mí me hacéis feliz y un montón de dígitos más rico? Ya.

Con GilyGil las cloacas rebosaron, nos hicieron más pobres a todos mientras ellos se enriquecían obscenamente y utilizaron los resortes del sistema hasta reventar sus costuras, que en España somos muy dados todos a desbordar los límites porque nunca tenemos claro dónde empieza lo nuestro y dónde lo del vecino, con lo que todo el monte es orégano. Es el silogismo más perverso: si me votan es porque respaldan mis actos y por tanto tengo impunidad para hacer lo que me dé la real gana. Parece que una teoría así no se sostendría en equilibrio ni por milagro, pero sorprendentemente hay quienes apelan constantemente a ella, por ejemplo, los separatistas del Puchi o Trump, lavado de sus pecados por el rio Jordán de twitter.

Pero como soy un estético, de GilyGil no me repugnaba tanto lo que hacía como lo que era, porque los macarras ágrafos y faltones genuflexos ante el dios dinero son lo más parecido a cualquier gorila dictador centroafricano o sudamericano, que en mi escala de valores andan por el inframundo. De Gil, al contrario que del cerdo, no me gustaban ni sus andares. El programa de televisión en el jacuzzi con las «mamachichos» en 1991, es el pistoletazo de salida de unas teles privadas sin ninguna vergüenza, aunque todavía la cosa podía ir a más, y llegó en el espectáculo de Antena 3 con los familiares de las niñas de Alcácer en 1992.

Gil fue un avanzado y lo que vino después, producto de una audiencia que le reía las gracias y votaba fervorosamente «porque es uno de los nuestros», brillante argumento que utilizan todos los populismos como si la Señá Angustias, Don Nicanor y GilyGil compartieran bloque de viviendas de protección oficial y tuviesen saldos semejantes en la cartilla de ahorros.

Tampoco es tan extraño que una parte del pueblo se identificara con Gil, porque existía entonces, no me atrevo a decir si ahora también, una España profunda que no había perdido sus mañas y que era calcada: desde el analfabetismo a la barriga sin complejos. Sin ponernos exquisitos, la identificación con poderosos que nunca jamás pisarán el suelo que pisamos el resto de los mortales sucede también en nuestro globalizado mundo. Sin ir más lejos ves a Gates o a Zuckerberg o a Musk y llevan camiseta, vaqueros y zapatillas sin calcetines como casi todos. Parecen como nosotros, visten como nosotros, pero desde luego no son nosotros.

Es verdad que su equipito de diario puede costar lo que tu coche, pero así, a simple vista, no dejan de ser prendas que tiene todo el mundo, no trajes cortados en Savile Row ni zapatos ingleses a medida, como los plutócratas de otras épocas que utilizaban la ropa para distinguirse de la plebe. ¿Que vistan parecido a las personas de su edad significa que sean iguales? Ni de coña. Se parecen lo que un huevo a una castaña, pero la astucia da el pego y los asemeja. Decía mi padre que todos somos iguales, pero unos más iguales que otros.

Así es la vida y mientras no rescatemos del baúl conceptos tan antiguos y marxistas como la conciencia de clase, pues ¿qué quieren que les diga? La triste realidad es que vamos en dirección contraria hacia un mundo igualitario, en teoría, pero que es el más opuesto a la igualdad y la fraternidad. Queda la libertad para completar la trilogía de la revolución francesa, pero de esa ya se encargaron los gilygiles de este mundo hace tiempo. Eso sí, hicieron que pareciera un accidente.

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