En pocos metros me encuentro con demasiada gente pidiendo por la calle en Alicante. Gente que está fuera del sistema, parias, olvidados. El otro día un bulto sin aparente importancia me llegó al alma cuando vi que, esa especie de crisálida, era en realidad una mujer envuelta en una manta blanca parduzca, que trataba infructuosamente de dormir en plena calle. Son los desheredados, los ninis a los que nadie quiere, ni sus propias madres si alguna vez las tuvieron. Gente que estorba y a la que sorteamos en nuestro ir y venir frenético.

Mientras nos ufanamos por vivir durante el poco rato que nos queda después de atender nuestras múltiples obligaciones y tras alejarnos un breve instante de la dependencia de la híper de comunicación que padecemos, el mal endémico de nuestra era como predijo Einstein, los que parten el bacalao se devanan los sesos para sacarnos los pocos cuartos que ganamos, con brillantes inventos del demonio que nos esclavizan y nos sorben el seso. Y así nuestras neuronas van languideciendo poco a poco y al final ni nos cuestionamos si esta vida es vida o si sería posible tener otra mejor. Como ávidas urracas nos deslumbran los oropeles y todos queremos más, la última tecnología, la videoconsola con el juego de moda, la tele de plasma más grande en la que sumergirnos y transmutarnos en ese Súper Mario que, pese a su evidente barriga, es capaz de dar saltos mortales sin despeinarse, y hasta nos conformamos con creernos que somos ese súper héroe. El sillón-ball va ganando adeptos y la mayoría prefiere ver los deportes por la tele en lugar de practicar, siquiera poco y mal, al menos uno. Nos encanta jugar a que somos otro, a crear un avatar con más pelo y menos arrugas, a vender a los demás que está todo bien, aunque por dentro estemos llorando. Tenemos la sonrisa congelada para dar a entender que todo es perfecto en nuestra vida, y pretendemos dar una imagen de nosotros mismos que coincida con la que los demás opinan de nosotros, en esa enfermedad de complacer a otros antes que a nosotros mismos. Llegamos al verano agotados, huecos y desconectados de nuestro interior, de nuestra esencia.

El verano se presenta, así, como una gran oportunidad de poder luchar contra todo esto, la indiferencia frente el sufrimiento ajeno, la dependencia de la tecnología y la desconexión de nuestro ser. Solo así, poniendo el contador a cero, encontrándonos con nosotros mismos, es posible que encaremos el otoño con la mejor disposición de ánimo y valor.