Cuando preparaba la tesis doctoral, dediqué un apartado al estudio de las sequías padecidas en estas tierras del litoral mediterráneo a lo largo del siglo XX. Me sorprendía la duración e intensidad de las sequías de comienzos de siglo, que obligó a la emigración al norte de África -Argelia- y las de los años cuarenta y sesenta. Pero por encima de ellas, destacaban las grandes secuencias de sequía de comienzos de los años ochenta y de inicios de los años noventa. Tres años como mínimo de duración. Y valores de precipitación, muy bajos; casi saharianos en el territorio del sureste ibérico. Sin olvidar, aunque sea otro ámbito climático bien distinto, la famosa sequía del País Vasco, entre 1988 y 1990, que sorprendió porque nadie pensaba que una zona tan lluviosa pudiera sufrir sequía e impuso cortes de agua en el Gran Bilbao.

Por estadística deberíamos haber sufrido al menos una secuencia larga de sequía en lo que llevamos de nuevo siglo. Pero lo que hemos tenido han sido sequías intensas, pero de corta duración: un año o año y medio máximo. La última en el invierno de 2017/18 en el centro y norte peninsular principalmente. Sin olvidar episodios secos, intensos, pero de corta duración en Cataluña o el sureste peninsular. ¿Se han acabado aquellas largas secuencias de sequía, de tres, cuatro o hasta cinco años de duración? La circulación atmosférica en latitudes medias parece que ya no tiene ciclos largos. La corriente en chorro, según últimas investigaciones, se mueve más convulsa. Es lo que se presume en un contexto de atmósfera más cálida, como la que estamos viviendo.

Es un tema de gran importancia para la planificación de agua en nuestro país. Obliga a diseñar los sistemas de abastecimiento del agua urbana para descensos importantes de las entradas que, aunque puedan durar menos, tendrán más intensidad.