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José María Asencio

Vuelva usted mañana

José María Asencio Mellado

Jugar en lugar de estudiar. La universidad excelente

Estoy plenamente convencido de que se nos ha ido la pinza, que nos hemos doblegado ante el auge de la modernidad y de todo lo que suene a «progresista» si viene revestido de un aura izquierdista que todo lo soporta.

La Universidad, esa institución secular que ha resistido todos los embates de los siglos precedentes, hoy sucumbe pacíficamente ante una oleada de «progreso» que la está minando en sus principios sustanciales. Esto es posible porque sus autoridades académicas y un profesorado entusiasta con todo lo nuevo y renegado de lo antiguo, de la historia, así como obsecuente con las órdenes recibidas, no sólo no reivindican la institución y la ceden graciosamente a instancias ignotas, sino que, con alegría e inconsciencia, se adscriben a las ocurrencias que día a día paren las mentes de los apóstoles de la nueva era, reconocidos extremistas de la mediocridad, pero reconvertidos, por obra y gracia del ansia de reformar por reformar, en líderes del nuevo conocimiento.

Muchos son los ejemplos de este desvarío colectivo que ha calado en las mentes antes consideradas representante del intelecto. Difícil escoger uno entre tanta tontería elevada a la categoría de expresión de la excelencia universitaria. Teniendo que hacerlo, me he inclinado por la llamada gamificación de la enseñanza universitaria, técnica esta que representa los últimos avances en la moderna pedagogía y que, aplicada a los estudiantes universitarios, ya creciditos, significa equipararlos a los niños de infantil o preescolar. Qué falta de respeto hacia ellos.

Gamificación es acción de enseñar jugando, procurando que el alumno -un sujeto ya adulto o en trance de serlo aunque él no quiera y la Universidad intente mantenerlo en la adolescencia, cuidarlo, mimarlo y entretenerlo-, se divierta estudiando, goce de los juegos educativos y no se aburra. El estudio duro, la memoria, el esfuerzo, en fin, todo lo que ha sido y confirmado su utilidad, es puesto bajo sospecha. Si el alumno no juega, no se divierte, padece, sufre o se cansa, el sistema es un fracaso y el profesor se torna merecedor de sanciones.

En nuestra Universidad de Alicante, la gamificación es mérito docente o demérito, incluido entre los procedimientos que hay que desarrollar para lograr una evaluación docente positiva. Jugar en clase o fuera de ella, entretener al alumno, explorar fórmulas que le interesen y que sean, esa es la condición sine qua non, ajenas al tradicional estudio responsable, convierte por arte de magia todo en excelente.

Pero, el invento -uno entre muchos-, no es cosa de nuestra Universidad y ya en otras aparecen estudios, proyectos financiados a todo trapo y dirigidos por miríadas de profesores prestos y dispuestos, que han hallado juegos innumerables para el aprendizaje del derecho. Me ha llegado uno de ellos y he entrado a verlo. Estoy impactado. De repente, tras casi cuarenta años en este oficio, me percato de mi inutilidad y de los pecados de mis maestros que yo imité. Explicar el programa, como siempre, es una rémora, un atentado a las buenas prácticas; exigir que los alumnos estudien y aprendan, un error pedagógico que les trastorna, perturba y causa molestias; es cansado y, por tanto, como agota, debe ser rechazado y sustituido por procedimientos que no alteren el estado de ánimo del protegido alumno, que le divierta y, por tanto, motive a ir a clase, obligación ésta que tampoco debe exigirse. Aunque la vida sea dura, hay que enseñarle otros placeres y cuidarlo entre algodones, animarle a protestar y exigir sus derechos, todos los imaginables, aunque, como es obvio, no les vaya a conceder la realidad, la vida, ninguno de ellos; si piensan que van también a solazarse en el trabajo y que les van a tratar de igual forma que este grupo de profesores entusiasmados con volver a educar a infantes de pecho están aviados.

Los autores de estos inventos no parecen conocer la realidad de los juzgados, el trabajo de abogados, jueces o fiscales, que exige conocimientos y que, normalmente, por la gravedad de los asuntos que conocen y manejan, no son propicios al juego, al humor, a la camaradería y al camping. Reírse y disfrutar aprendiendo de un juicio en el que se piden veinte años de cárcel a un sujeto o el desahucio de una familia, no es muy afortunado o, mejor aún, un ejemplo de inconsciencia. Aprender cómo tramitar estas desgracias con humor, más parece una broma macabra. No he visto en el juicio del 1-O diversión alguna y, si el asunto no se presta a la gracieta, tampoco su aprendizaje, aunque lo pregonen los profetas de la pedagogía y lo apuntalen las universidades que quieren ser excelentes a costa de la propia responsabilidad y su imagen e historia.

Enseñar la competencia, en lugar de estudiando y comprendiendo la ley, haciendo excursiones por el campus y metiendo demandas en cubos ocultos de colores con el nombre de los juzgados, es un desvarío. Sustituir la clase por las competiciones al aire libre, un engaño.

Mueran los libros y las clases magistrales. Y, en su lugar, pongamos dados, cubiletes, fichas y excursiones al campo. Y, si es posible, que el profesor se disfrace y entretenga a los chicos. Todo sea por la modernidad.

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