La democracia y el sistema económico van de la mano, de manera que las profundas fracturas que está abriendo en la sociedad el avance de una economía desbocada, daña también la credibilidad en las democracias occidentales y la convivencia misma.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el progreso y la estabilidad de Europa se construyeron mediante la convicción de que era imprescindible construir una sociedad más equitativa por medio de un amplio consenso social. Para ello, los Estados tenían que velar por el bienestar de sus ciudadanos, promoviendo que los empresarios proporcionaran unos mínimos vitales a sus empleados y éstos tuvieran unas condiciones de vida adecuadas. Así, sobre la base de grandes acuerdos, los trabajadores accedieron a derechos laborales, empleos dignos, una red de protección social más o menos amplia mediante una política redistributiva que permitiera a su vez, a los empresarios, asegurarse una fuerza de trabajo estable que mantuviera el progreso económico. Estos fueron los cimientos de la economía social de mercado que, con diferentes perfiles, avanzó en todo el continente europeo.

Sin embargo, el avance de la globalización neoliberal, especialmente a partir de los años 80, mediante una creciente precariedad y la reducción de derechos a los trabajadores, una bajada generalizada de impuestos a las grandes empresas y a los más acaudalados, junto a una desregulación de los mercados financieros, acompañado de un proceso de reducción del estado del bienestar y de las prestaciones sociales, especialmente para las personas más vulnerables, ha erosionado profundamente ese contrato social que venía funcionando desde la posguerra. Al mismo tiempo, se han debilitado los sistemas democráticos en toda Europa, facilitando el ascenso de una extrema derecha que navega en las aguas revueltas del malestar social.

Los gobiernos democráticos tienen que hacer frente a crisis de consecuencias nunca antes conocidas causadas por las malas prácticas de empresas e inversores sin escrúpulos, capaces de poner en cuestión, incluso, la economía mundial a lo largo de la Gran Recesión en la última década y de la aplicación de las dañinas políticas de austeridad expansiva. Sus efectos devastadores sobre millones de trabajadores, como hemos visto que ha ocurrido en países del Sur de Europa, no deja lugar a dudas. Al mismo tiempo, se destinan más y más recursos públicos retirados de los sistemas de protección social para taponar los agujeros que dejan las malas prácticas de corporaciones bancarias o especulativas, como hemos sufrido en España. Todo ello mientras crecen problemas globales de una intensidad inusitada que están poniendo en riesgo la propia convivencia, como el cambio climático, los crecientes procesos de desigualdad o las migraciones forzadas, que exigen también de políticas globales urgentes.

La dislocación económica que vivimos, junto a la persistencia de grandes problemas globales y el desmantelamiento progresivo de ese sistema básico de protección que se construyó tras la Segunda Guerra Mundial, puesto ahora en cuestión por un amplio espectro político que abarca desde el liberalismo a la ultraderecha, está produciendo una desconfianza creciente hacia los gobiernos democráticos. Y este magma de crisis, inseguridades, descontentos y malestares está siendo aprovechado por fuerzas neofascistas y populistas de todo cuño para corroer los cimientos de los sistemas políticos de los que se nutren, como las termitas que se alimentan de la madera en la que viven y que destruyen.

Sobran razones para defender la necesidad de reconstruir un nuevo contrato social en las sociedades europeas, fortaleciendo las políticas de bienestar con el fin de reducir la desigualdad y la precariedad, reestableciendo el equilibrio entre los mercados y los estados mediante más recursos y autoridad para estos últimos, saneando un mercado de trabajo cada vez más asalvajado, junto a un reforzamiento de la democracia política para impedir que los intereses corporativos y las fuerzas neofascistas de todo tipo dañen la convivencia.

Sin embargo, hoy en día, estos y otros grandes desafíos no pueden abordarse únicamente dentro de las fronteras de los países, o entre las murallas de las ciudades, sino que exigen de la responsabilidad de la comunidad internacional. La lucha contra el cambio climático y el calentamiento global, la pérdida de biodiversidad y la destrucción de los ecosistemas, el avance de grandes sociedades corporativas que imponen sus reglas en el mundo, el acceso a bienes públicos globales como el agua o los medicamentos esenciales o la eliminación de los paraísos fiscales y el control sobre los flujos financieros ilícitos son algunos de los muchos problemas de dimensiones mundiales que exigen también de políticas globales, frente al auge de los nacionalismos de corto alcance.

La propuesta de multimillonarios en Estados Unidos de querer pagar más impuestos para reducir las desigualdades y contribuir a reforzar la estabilidad democrática, junto a los estudios que en todo el mundo se están haciendo para implantar rentas básicas contra la pobreza, son algunos ejemplos llamativos de la necesidad que tienen nuestras sociedades de salir del malestar en el que vivimos para avanzar en nuestra convivencia democrática mediante un nuevo contrato social.