Hay momentos en la vida que a uno se le quedan grabados de una forma indeleble en la memoria. Uno de esos recuerdos que me vienen particularmente a la mente fue mi primer día de COU, lo que ahora sería equivalente a segundo de Bachillerato, equivalente en cuanto a la edad de los discentes y a ser el curso previo al comienzo de los estudios universitarios, aunque los niveles que se imparten hoy en día sean considerablemente más bajos.

El profesor tutor de mi grupo, COU A, de ciencias puras, del IES La Asunción, era Eduardo Vaquero, a la sazón nuestro profesor de Filosofía, tristemente fallecido hace poco en un desgraciado accidente doméstico que se llevó consigo una de las mentes más preclaras que jamás he conocido. Aquel día Vaquero, como le llamábamos (dirigiéndonos siempre a él de usted, por supuesto), nos hizo a todos una pregunta que quizás hoy en día fuera arriesgado formular en un aula: !¿Cuáles son los dos últimos libros que han leído ustedes?».

Yo, por aquel entonces, como creo haberles relatado en alguna ocasión, leía todo cuanto caía en mis manos, especialmente en verano, cuando mis amigos se iban al apartamento de Santa Pola y yo me quedaba en el tórrido Elche, sin más, ni menos, compañía que la Biblioteca Municipal y el Bibliobús; por eso, para mi profundo orgullo, mi respuesta dejó estupefacto al mismísimo Eduardo Vaquero. « El libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, y El Decamerón, de Boccaccio», le respondí. A lo que Vaquero, mirándome de esa forma penetrante con la que él acostumbraba a hacerlo, y que asustaba sólo a los que no le conocían, pues además de inteligente era una gran persona, replicó: «Va usted muy fuerte».

Unos años más tarde, en la Universidad, aunque esta vez cursando Letras y no Ciencias, conocí, para mi fortuna, a William Shakespeare y, entre otras muchas de sus obras, una comedia oscura basada, precisamente, en uno de los cuentos de El Decamerón de Boccaccio. Su título original en inglés es All's Well That Ends Well, traducida al español como A buen fin no hay mal principio o Bien está lo que bien acaba. El texto, escrito entre 1601 y 1605 y publicado en 1623 narra los esfuerzos de Helena, hija de un médico, por desposarse con Bertram, nuevo Conde del Rosellón tras el reciente fallecimiento de su padre.

Cuando Bertram abandona el Rosellón para vivir en la corte, Helena va en pos de él, con la esperanza de administrarle al Rey de Francia, gravemente enfermo, una cura milagrosa que su padre le había confiado; agradecido por los resultados de la pócima, el Rey la premia con la posibilidad de elegir a cualquier hombre que desee, escogiendo ella, por supuesto, a su amado Bertram.

A partir de ese momento, se dan una serie de circunstancias, que no les voy a desvelar, por si quieren leer la obra, pero que terminan de una forma que hace honor al título de la comedia: Bien está lo que bien acaba. Título que, al igual que multitud de frases y aforismos de William Shakespeare- del mismo modo que ha sucedido en español con otras de grandes autores como Cervantes- ha pasado al acervo popular, traspasando incluso fronteras, puesto que el título del bardo inglés se usa en el español actual significando que sólo corresponde calificar algo de bueno cuando se ha culminado.

En Elche, la Comunidad Valenciana y España, la legislatura acaba de comenzar; de hecho, en España aún no ha comenzado técnicamente, pues no lo hará hasta que se elija presidente del Gobierno, cosa que presumiblemente no ocurrirá antes de septiembre. Muchos serán, hasta entonces, los vuelos en Falcon de Pedro Sánchez, acaso a inaugurar trenes ecológicos, como esta semana en Granada. En la Comunidad Valenciana los resultados electorales han supuesto solamente un pequeño reequilibrio de poder, a favor de Ximo Puig y en detrimento de Mónica Oltra, pero la entrada de Podem ha supuesto, en vez de una reorganización de las consellerias, un aumento de éstas, así como del número de altos cargos. Nada bueno presagia ese comienzo. En Elche, como nos conocemos todos, poco les voy yo a descubrir. Esperemos que la declaración de buenas intenciones del alcalde en su discurso de investidura no se queden en eso, en buenas intenciones. La ciudad no soportaría cuatro años más con los principales proyectos paralizados y sin un rumbo marcado de forma meridianamente clara.

En fin, siguiendo el consejo literario, lo más prudente será esperar a ver cómo acaba esto. Entretanto, semana tras semana, seguiremos, como dice el epígrafe de esta columna, «Esperando a Godot».