Éramos jóvenes y despreocupados; en aquellos tiempos teníamos cuatro o cinco temas básicos de conversación, a saber: las chicas, planificar juergas de fin de semana, las maravillas del último disco doble de The Clash o la búsqueda de algún truco viable para librarse de la mili. Luego, nos hicimos mayores y empezamos a hablar de hijos, de hipotecas, de hotelitos con encanto, de lo gordo y calvo que estaba fulanito y del culo tan enorme que se le había puesto a menganita. Sin saber exactamente cómo, un buen día nos encontramos a las puertas de la tercera edad y nuestras charlas se volvieron monotemáticas, nos dedicamos a hablar a tiempo completo sobre un único gran asunto: la jubilación.

Somos un grupo humano cuya edad se sitúa en los alrededores de la frontera de los sesenta años. A diferencia del resto de los mortales, que hablan del tiempo, de fútbol o de la última burrada de Albert Rivera, nosotros cuando nos encontramos con algún amigo por la calle siempre le hacemos las mismas preguntas: ¿cuánto te queda para jubilarte? y ¿y a ti cómo se te queda la pensión? Con estos dos interrogantes básicos somos capaces de montar conversaciones interminables a las que se puede enganchar cualquier espontáneo sin que el debate pierda ni el hilo ni el interés. Es un diálogo chispeante hecho de sumas y restas, de recuerdos de antiguos trabajos del año de la Tana y de absurdos lamentos sobre lo mal que está la cosa.

A los socios de esta venerable secta nos unen dos puntos en común: el odio y el miedo. Odiamos, desde la más cochina de las envidias, a todas aquellas personas que ya han alcanzado el gozoso estado de jubilados y los contemplamos como unos despiadados competidores que están rebañando el poco dinero que queda en la hucha de las pensiones antes de que nosotros lleguemos a la Tierra Prometida. También estamos asustados; nos cagamos de miedo cada vez que sale un economista por la tele anunciando que la fiesta se acaba por falta de fondos, mientras profetiza un paraíso neoliberal en el que los ancianitos de 75 años disfrutarán trabajando hasta caer rendidos en sus puestos de trabajo en medio de los estertores de la muerte.

Una generación entera de españoles se ha transformado en un grupo de pusilánimes calculadoras humanas. Aquellos jóvenes imparables se han convertido en una banda de viejas asustadizas, conscientes de que su futuro pasa por una inexplicable combinación de quinquenios, de bases cotizables y de extraños conceptos numéricos, que pueden marcar la diferencia entre una vejez llevadera y un infierno de miseria en el que pagar el recibo de la luz será una hazaña.

Los hijos del «baby boom» hemos trabajado como burros durante toda nuestra vida, las arcas de la Seguridad Social se han puesto las botas con nuestras cotizaciones y a cambio de ese doloroso bocado a nuestras nóminas, solo pedíamos un horizonte modestamente tranquilo como el que han vivido nuestros padres. En la recta final de nuestras vidas laborales, en vez de paz nos hemos encontrado con algo parecido al Apocalipsis. Profesores de Universidad, políticos sabiondos y bocazas de tertulia televisiva han iniciado una ofensiva feroz en la que se nos describe como una plaga de parásitos, empeñados en vaguear durante años a costa del presupuesto público. Las cosas han llegado a tal punto, que hay economistas que nos reprochan haber alcanzado un alto nivel de esperanza de vida, criticándonos por nuestra egoísta resistencia a morirnos antes de cumplir los 80 años.

A este cabreo general hay que añadir un dato importante: todo lo que está pasando era absolutamente previsible. Hasta el sociólogo más zopenco era capaz de predecir el desastre del sistema de pensiones en un país con la población envejecida y con un altísimo índice de desempleo. Por extraño que parezca, ningún ministro de Trabajo o de Hacienda se dio cuenta del problema y los gobiernos dejaron correr la bola hasta que se ha creado un insoportable estado de alarma social. A falta de explicaciones lógicas, nos aferramos a las teorías conspiranoicas y llegamos a la conclusión de que nadie ha hecho nada por una razón muy simple: a la gente que manda le interesa tenernos acojonados, dóciles y con el alma en vilo. Si es así, la verdad es que lo están haciendo muy bien.