Estarán conmigo en que una de las constantes del dinero en nuestro sistema emocional pasa necesariamente por el relativismo. Podemos llegar a una fórmula matemática mediante la cual, la máxima emoción potencial humana es igual a la cantidad de dinero atesorada en un momento dado, multiplicado por la cantidad de emoción suscitada, partido por la cantidad de dinero que se posee y, todo ello, multiplicado por la necesidad de tener más cantidad de dinero en un momento determinado.

La emoción económica más potente la sentimos cuando firmamos la primera hipoteca. Recorremos las entidades bancarias con el único objetivo de encontrar rebajar lo imposible, el valor del dinero, y en su versión más poderosa, el préstamo bancario. Observarse a uno mismo cuando tiene que afrontar una de las rúbricas más importantes de su vida, es sin duda alguna, memorable. El pensamiento se agolpa, todo se superpone y se contrapone al mismo tiempo, el fluir del pensamiento coincide solamente con la desazón de lo que hay que pagar, sin remedio, dentro de unos cuantos días, como mucho semanas, y desde entonces en adelante sin fallar una sola cita.

Sudan las manos, se agarrotan los dedos que se vuelven parcos con la pluma, las piernas tiemblan, el corazón camina como por su cuenta ajeno a nosotros mismos, los ojos están fijos en los documentos que destacan en negrita las cantidades que habrás de aportar en breve. Cada firma que se plasma conlleva el acompañamiento de un suspiro velado, que es lo único que alivia nuestras emociones. De nada serviría preconizar que no se tiene dinero, el banco actuaría con contundencia despojándote de lo único que avala la deuda. Si es así, vuelta a empezar, pero de la nada. Lágrimas, desasosiego, congoja, miedo al porvenir, miedo a no llegar, miedo a ser un perdedor.

La hipoteca consigue que vivas emocionalmente cautivo. Es como alquilar el alma a un diablo, con la esperanza de que te la devolverá. Cuando no puedes hacer frente a un pago recurres al buen amigo que siente tu agonía económica en sus carnes. No puede negarse a ayudar, pero tampoco puede quedarse en evidencia ante sus propias deudas. Finalmente, decide repartir angustias y buscar ayuda en terceras y cuartas personas, que a su vez sienten lo mismo que él y recurren a otras, la cadena se eterniza y nadie ayuda a nadie. La amistad tiene unos límites muy cortos y el dinero suele resquebrajarla.