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Pactos tengas y los conserves

Los vetos que cada cual impone, presuntamente fruto del rechazo a los extremismos, son tan falsos como el mensaje que transmiten. Los buenos y los malos lo son mientras interesa que lo sean

Al final, si se dan cuenta, todo es como parece y nada se asemeja a la palabra y la promesa dadas. Los pactos tienen su razón de ser en la esencia de la política de los tiempos, del siglo como antes se decía, tiempos, como sucedió siempre aunque ahora sea televisado y parezca más, dominados por la demagogia y la ambición. Si se suma, se acuerda, con unos u otros, tanto da, siempre que los otros, antes indignos o justificadores del tiro en la nuca, reciban la recompensa en forma de dádiva y olviden sus indignidades atribuidas. Pelillos a la mar. Los programas son puro artificio, un divertimento para el solaz del votante crédulo, que cae del caballo una vez conclusas las elecciones.

Está comprobado que el teatrillo de la dignidad y los principios hacen aguas y que sirve solo para aparentar lo que no se es. Si me das una vicepresidencia renuncio a tanto; si encima me concedes dos consellerias, te doy la honra. Y eso los más nuevos, que todavía aparentan cierta coherencia en su discurso, aunque luego hagan mangas y capirotes con él; los más veteranos ya ni disimulan. La certeza del puesto y sueldo fijo dan un aire casi caciquil a los más rancios en el puesto. Qué nostalgia de cuando se nombraba a dedo. Aunque ahora y nadie quiere reformar esta nimiedad, también se componen a dedo las listas cerradas.

El mercado de los puestos es el resultado de la nueva política, del multipartidismo, instrumento demostradamente útil para la chanza y el irrespetuoso espectáculo de la vulgaridad de la compraventa de sillones oficiales. Poco, por decir algo, se dedica a los proyectos de futuro de los desgobiernos surgidos de los ententes conformados en cada lugar; una vez amarrada la prebenda, pues así debe calificarse lo que nace del no merecimiento, ya entrarán, si acaso, a acordar qué hacer con las ciudades y pueblos de este país, sin olvidar, eso sí, que en cuatro años volverán los nubarrones y debe cada cual preparar su futuro, siendo lo más conveniente zurrar la badana al aliado de vez en cuando para diferenciarse de éste. En tres años, lo atado se volverá a desunir, comenzando todos de nuevo el rito de la mentira disfrazada de proyecto propio.

Es vergonzoso lo poco que importamos e incomprensible que sigamos votando para engordar la farsa. Llamar democracia a una mera formalidad, la de votar a quienes buscan mandar, sin más criterio que la vara pura y dura, es excederse. Aunque, hay que cuidar este sistema, porque al acecho hay muchos esperando imponer el suyo, menos aparente incluso.

No hay derecha e izquierda y, si se quiere, un centro moderador. Es falso. La derecha mantiene hoy valores de la izquierda tradicional, mientras la izquierda se ha vuelto reaccionaria en lo esencial, salvo nuevas reivindicaciones que impone autoritariamente; por su parte, el centro no quiere serlo y vive sin vivir en él buscando desocupar cualquier ala para instalarse en ella y proclamar su pensamiento hallado al fin. Bucear por las propuestas y encuadrarlas lleva a una conclusión certera: es progresista lo que pregonan los progresistas y conservador lo que estos califican de tal, sin más referencia, pues, que el origen del dicho. Bajar impuestos, de este modo, puede ser una cosa u otra según quien gobierne. No es la ideología, sino el sujeto, la fuente y la sigla quienes determinan el carácter de las propuestas. De ahí, dada la escasa formación de muchos dirigentes, poco leídos y menos informados, que quien haya consultado esas cosas que se llaman libros, aunque sea un poco, tenga alucinaciones al escuchar los discursos de los más elocuentes líderes de cada bando. Ser progresista o conservador es cuestión de pose y hábito, ni siquiera ya de vivienda tras lo de los Iglesias. Da igual, porque lo que interesa es la demagogia, el populismo y vender el producto, el que sea, como propio del color ostentado.

Los vetos que cada cual impone, presuntamente fruto del rechazo a los extremismos, son tan falsos, como el mensaje que transmiten. Los buenos y los malos lo son mientras interesa que lo sean, siendo disculpados con juegos malabares si apoyan al puro de espíritu, pero pecador de obra. El rechazo y el veto a los calificados extremos, que muchas veces lo son menos que los aparentemente correctos, es tan etéreo, como limitado en sus efectos. Dura lo que la necesidad obliga o el interés impone. La diferencia entre el voto o la abstención o entre el voto directo o indirecto con préstamos mutuos y ridículos, es la falta de amor propio y de respeto hacia uno mismo.

Así están las cosas y no van a cambiar. Mejor, pues, tomarlo todo con el humor sanador que deriva de renunciar a la perfección y a la depravación a partes iguales. La paz exige mirarlos con benevolencia. Son lo que son y no hay más.

Tras las elecciones, pudo ser, pudo ser un futuro moderado para este país, que se lo merece. Pero, esta casta nueva, cual caballo de Atila, ha actuado en su papel: el de plaga incapaz de pintar otra cosa que el gris más oscuro. Nos espera lo que nos merecemos.

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