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Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

La primera piedra

Desde que en 1983, tras la aprobación un año antes del Estatut, echó a andar la autonomía en la Comunitat Valenciana, el principal problema para la cohesión territorial no ha sido la rivalidad entre Valencia y Alicante, sino la falta de encaje en el andamiaje institucional de esta provincia. Por eso, la decisión del president Puig de ubicar por primera vez una conselleria en Alicante puede ser, si me permiten la broma de parafrasear a Armstrong, un pequeño paso para el Consell -una de doce, tampoco es para que se rasguen las vestiduras tantos como lo están haciendo en el Cap i Casal-, pero un gran paso para la vertebración, probablemente el más importante que jamás se ha dado.

La arquitectura institucional y administrativa que se construyó a partir de 1983 tuvo aquí un marcado carácter centralista. En Andalucía, por ejemplo, parlamento y gobierno están en Sevilla, pero el Tribunal Superior de Justicia tiene su sede en la Real Chancillería de Granada, el Tribunal de Cuentas está en Córdoba y la empresa pública más importante de la Junta se encuentra en Málaga. En Castilla-La Mancha, Bono eligió la provincia más alejada del centro de poder autonómico para incorporarla a esa estructura institucional de la que hablaba, situando en Albacete el Tribunal Superior de Justicia. Por no referirme a los casos (Extremadura, Galicia...) donde la sede gubernamental se sacó fuera de las capitales principales o al País Vasco, donde se hizo la apuesta mayor de situar los referentes del autogobierno en la provincia con menos querencia por él.

Aquí no. Aquí, pese a la existencia de un problema de acoplamiento en el edificio autonómico que todos estrenábamos, un problema que no tenía nada que ver con ese tópico tantas veces repetido de que para la vertebración el único obstáculo reside en la ciudad de Alicante y no en el resto de la provincia -algo que recitan como un mantra quienes nunca pasan de Xàbia, pero que luego la realidad se encarga de demostrar día a día, urna a urna, que es falso-, se optó (¡una vez más!) por hacer seguidismo de Cataluña y levantar un entramado en València, en el que todos los órganos de referencia para el desarrollo de la autonomía están concentrados: gobierno, parlamento, sindicatura de Cuentas, Tribunal Superior de Justicia, consejos asesores jurídicos, de cultura... Tal fue la falta de tacto con que se acometió el proceso por los primeros gobiernos de Joan Lerma, que hasta una década después de ser elegido el primer Consell la Generalitat no tuvo una sede oficial en Alicante, sólo unas oficinas escondidas dentro de un patio interior de un edificio de Maisonnave que, como me reconoció el entonces conseller Emèrit Bono en un debate en Televisión Española, hasta a él mismo le costaba encontrar. La única institución del Estatut que acabó viniendo a Alicante fue la que durante años se consideró una entidad menor -la Sindicatura de Agravios- y se ubicó, además, en un pequeño callejón que no recuerdo si algún presidente o algún conseller han visitado alguna vez. Y aun así, no crean que no se lo pensaron. Recuerden: primer gobierno autonómico salido de las urnas, 1983. Primera institución de la Generalitat que se emplaza en Alicante, la citada Sindicatura de Greuges, año 2000. Y, por cierto, es la única cuya sede no se fija en la constitución autonómica. O sea, que está aquí como mañana podría estar en otro sitio, aunque el exconseller Alcaraz, que se dio cuenta de la anomalía, dejó preparado antes de irse un texto para reparar el asunto. Por no hablar de algo que a los políticos valencianos les deja con cara de haber sido pillados en falta cada vez que se les dice: que en más de tres décadas de autogobierno, la Generalitat no fue capaz de abrir siquiera un museo en Alicante: el MARQ, el MUBAG, el MACA... son todos complejos financiados por la Diputación o el Ayuntamiento. Salvando la etapa del alicantino Emilio Soler al frente de la dirección general, la política cultural de la Generalitat siempre brilló por su ausencia en estas tierras. Sólo en la legislatura pasada empezó a moverse algo, con la participación decidida de la Generalitat en el CADA de Alcoy, convertido en extensión del IVAM, acción que recibió un premio Importante de este periódico pero que, no nos engañemos, viene en origen de la quiebra de la CAM: si la caja no hubiera desaparecido, el CADA lo habría seguido financiando ella, al igual que el Teatro Principal, donde la Generalitat acabó entrando e incorporándolo a su circuito cultural... 35 años después, de nuevo por obra y gracia de Puig.

No es de extrañar, pues, que ya a mediados de los años 80 del siglo pasado, y pese a militar ambos en el mismo partido, el recordado Antonio Fernández Valenzuela le espetara en un acto público a Joan Lerma que «los alicantinos no hemos luchado contra el centralismo de Madrid para caer en el centralismo de Valencia». Valenzuela presidía la Diputación y ese fue el acto fundacional de la Corporación provincial alicantina como contrapoder de la Generalitat Valenciana, presidiera quien presidiera, del mismo partido o de partidos diferentes, cada una de las administraciones. No era, pues, un simple enfrentamiento entre fuerzas políticas, sino algo más serio: la traslación al discurso y la acción política de la sensación de orfandad de un territorio respecto a sus instituciones de autogobierno. Lo que vino luego: la cada vez más exhibicionista indiferencia de las elites valencianas por lo que ocurriera en las «comarcas del sur» o el desgraciado y soez «¡Puta Valencia!» coreado en Alicante por unos cuantos descerebrados como un grito que no nació en el ámbito político, sino en el futbolístico, y tampoco surgió de una reivindicación justa sino de algo tan paticorto como la queja por cómo Canal 9 trataba en sus espacios al Hércules o al Elche, acabó por sacar de quicio un debate que debía haberse planteado mucho antes y con seriedad.

El president Puig inició la legislatura pasada apelando al fusteriano concepto de «coser» la Comunidad (los presidentes que le precedieron hablaron siempre de vertebrarla, aunque Joan Lerma se permitió alguna vez la humorada de señalar, como recordó en estas páginas hace unos años el añorado Pep Torrent, que en la Tierra hay más seres invertebrados que vertebrados y a los invertebrados tampoco les ha ido mal), una necesidad, la de coser la Comunitat, de la que Puig estaba tan sinceramente convencido como falto de una hoja de ruta para lograrlo. Empezó a encontrarla el día, no que inventó el término «bicapitalidad» para referirse a la posición que quería de Alicante respecto de València, que eso es un imposible que tampoco nadie aquí reclama, sino cuando lanzó el proyecto del Distrito Digital. Parecía una ocurrencia, una más llegada desde un inquilino del Palau, pero pese a errores como crear una Agencia Valenciana de la Innovación con teórica sede en Alicante y poner al frente de ella a alguien tan contrario a lo que significan ambos términos (innovación y Alicante) como Andrés García Reche; pese a equivocaciones, digo, como esa tan clamorosa, el president ha acabado demostrando que su propósito en este asunto, capital para el futuro, era firme y una cosa ha acabado llevando a la otra: del distrito a la primera conselleria cuya razón social estará en Alicante.

No es esta nueva conselleria de Innovación, Universidades, Ciencia y Sociedad Digital la piedra filosofal pero, como dice el refrán, «tota pedra fa paret» y el primer departamento del Gobierno autonómico que tendrá sede en Alicante y estará dirigido por una ingeniera ilicitana (varios pájaros de un solo tiro) puede ser clave de bóveda para otras muchas cosas, si sabemos aprovecharla.

Por supuesto, también hay una explicación partidista en todo esto, faltaría más. El PSPV fue en las elecciones autonómicas el partido más votado en las tres provincias de la Comunitat. Pero la suma del PP, Cs y Vox superó a la de las formaciones de izquierda en Alicante y Castellón, por el desplome de Compromís (que en Alicante quedó por detrás de los ultras) y de Podemos, que fue en todas las circunscripciones el último partido de los que obtuvieron representación. Ocurre que Castellón tiene un censo pequeño y la diferencia a favor de la derecha fue un suspiro. Así que en Alicante, una vez más, es donde está el problema para los socios del actual gobierno. En el caso de Podemos, el hundimiento es generalizado, lo mismo da aquí que en Ribadesella. Pero Compromís tiene un dilema mayor, mientras no comprenda que Alicante lleva toda su historia produciendo emigrantes y recibiendo inmigrantes, que esa ha sido su principal riqueza, y por tanto un discurso que ponga el acento más en la identidad que en las personas tendrá un recorrido descendente. Así que Puig y los suyos, que siempre han entendido el problema mejor aunque hayan sido muchas veces los principales culpables de agravarlo, tienen en esa nueva conselleria una pica en Flandes para mostrar su gestión que sin ninguna duda van a exprimir. La derecha, de momento, también parece haberlo cogido. Al menos, la autóctona: sólo hay que ver los parabienes con los que Luis Barcala, en un movimiento político inteligente, ha recibido la decisión de Puig. Así que la izquierda más allá de los socialistas hará bien si deja de reducir s otto voce la medida a un mero gesto cosmético y calibra bien lo que significa, tanto en el plano de lo simbólico, tan importante en política, como en el de lo material.

No va a ser fácil lo que está por venir. Y esperemos que ni Puig ni Carolina Pascual flaqueen. Por ejemplo, que no se les ocurra colocar la dirección de Universidades en un despacho de València (al modo en que nos timó García Reche con la Agencia Valenciana de Innovación), para que determinados rectores puedan seguir haciendo lobby con solo cruzar la calle. Y ya que lo cito, mal harían el president y la consellera si no le recuerdan cuanto antes a García Reche que su puesto de trabajo está en Alicante y si no quiere hacer tantos kilómetros como los demás tenemos que hacer cuando necesitamos algo de la Generalitat sólo tiene que dimitir y asunto arreglado.

Pero es mucho más lo que hay por ganar. Porque esta conselleria está llamada, así lo ha imaginado el president y así debería ocurrir, a ser la «estrella» del nuevo Consell. No por su peso político, que ese no hay forma de arrancárselo a departamentos como el de Hacienda, el de Infraestructuras, los que tienen que ver con las políticas de Igualdad o de Medio Ambiente y Agua, o el de Vivienda, si Martínez Dalmau es capaz de entender lo que es trabajar para todos los ciudadanos y no para el círculo que se reúne en el rellano de cualquiera de sus casas. Pero sí por su proyección de futuro, porque es la conselleria que debe marcar el camino del progreso, de lo que esta comunidad quiere ser; si continúa como territorio de segunda, pese a ser una de las más pobladas y con mayor PIB de España, o se convierte al fin en referente de algo que no sea pan y circo, fallas y hogueras, naranja y alcachofa, los «súper» como máxima expresión de lo que los valencianos somos capaces de aportar.

Puig ha decidido innovar creando una conselleria de Innovación e instalándola en Alicante, con lo que ha puesto la primera piedra para que el gobierno deje de ser un todo centralista. Aplaudámosle hoy y vigilémosle a partir de mañana. Pero los demás, pongámonos las pilas. Tampoco lo va a hacer todo el presidente.

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