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Están jugado con fuego

Después de las mentiras con las que EE UU arrastró a otros gobiernos, entre ellos al nuestro de José María Aznar, para que le secundaran en la ilegal invasión de Irak, habría que tomar con más de un grano de sal sus nuevas acusaciones contra Irán.

Según Washington, Irán es el culpable de los ataques contra petroleros de diversas banderas en el golfo de Omán, lo que constituye un atentado contra la libertad de navegación en esas aguas tan transitadas.

Se impone el escepticismo cuando detrás de esas acusaciones están un mentiroso patológico como el presidente de aquel país, Donald Trump, e individuos tan cínicos como el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y el príncipe heredero saudí, Mohamed Bin Salman.

Que los halcones que aconsejan a Trump en materia de política exterior como su secretario de Estado, Mike Pompeo, y el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, buscan un cambio de régimen en Teherán no es ningún secreto, como tampoco lo es que no les importa cómo lograr su objetivo.

Hasta ahora lo han intentado, tratando de aislar a Irán, bloqueando sus exportaciones de petróleo y amenazando con sanciones secundarias a las empresas de cualquier Estado que desoigan su prohibición de negociar con el país de los ayatolas.

Pero de momento no han conseguido doblegar a ese régimen ni provocar las revueltas que buscan entre una población cada vez más asfixiada económicamente por tal bloqueo internacional.

Sin embargo, ya han logrado que algunos medios occidentales hablen de que el tratado nuclear con Irán del que se descolgó unilateral y caprichosamente Trump «está muerto», como escribe, por ejemplo, el semanario liberal alemán Die Zeit.

El ministro alemán de Exteriores, el socialdemócrata Heiko Maas, viajó recientemente a Teherán en un intento de conseguir que ese Gobierno aceptase renegociar el tratado como pretende ahora EE UU para incluir nuevas condiciones. Pero se topó con la negativa de sus interlocutores, que dicen no fiarse de un individuo como Trump, e insisten en que son los europeos los que deben cumplir su parte, poniendo fin a las sanciones comerciales y financieras contra ese país como prometieron al firmar el acuerdo.

Los europeos están lógicamente preocupados porque el tratado con Irán evita durante un mínimo de quince años la posibilidad de que Irán no se dote del arma nuclear y previene mientras se buscan otras garantías, una peligrosa carrera de armamentos en la región.

Pero EE UU y sus aliados árabes e israelíes quieren imponer a Teherán nuevas condiciones como que deje de apoyar al sirio Bashar al Asad, a la organización chií Hezbolá en el Líbano y a los rebeldes hutíes en el Yemen. Y buscan convencer a los europeos para que hagan lo propio.

Hay una lucha por el poder en esa región, que implica sobre todo a las dos ramas principales del islam, el chií iraní y el suní, sobre todo en su rama más radical como es el wahabismo que Arabia Saudí exporta a medio mundo con sus petrodólares.

Pero después de la catástrofe que supuso para todos, menos para los vendedores de armas, la guerra de Irak, que por cierto reforzó el eje chií frente a lo que pretendía EE UU, y después de las guerras fratricidas de Libia y Siria, abrir un nuevo frente en Irán sólo conduciría a una nueva catástrofe de consecuencias todavía mucho peores.

Teherán trata de presionar ahora, con la única arma de que dispone, al resto de los firmantes del acuerdo nuclear -R. Unido, Alemania, Francia, Rusia y China- para que le permitan seguir vendiendo su petróleo y haciendo las transacciones financieras que necesita. Algo que impiden las sanciones secundarias de Estados Unidos.

Así, ha advertido que superará próximamente el límite de uranio enriquecido que le autoriza el pacto nuclear, firmado en 2015 por el Gobierno de Barack Obama y que el de Trump ya ha dinamitado. EE UU está jugando con fuego y obligando a otros a hacer lo mismo.

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