Si usted es herculano practicante sabrá de lo que hablo; y en estos días de vino y rosas para el sentimiento blanquiazul, caminará entre perplejo y orgulloso al percibir de nuevo el aliento de la ciudad. Una sensación ya casi olvidada que inevitablemente, más tarde o temprano, le hará preguntarse: ¿Dónde carajo estaba toda esta gente? Pero lejos del rencor, creo que el herculanismo se siente felizmente reconfortado y abre honrado las puertas de su casa al hijo pródigo regresado. Bienvenidos todos. Ya estamos aquí otra vez, juntos y armonía, a 180 minutos de la tierra prometida. Tal vez la fortuna nos sea de nuevo esquiva y la temporada que viene volvamos a caminar solos por las laderas del Tossal, pero nadie podrá decir que no valió la pena intentarlo; que nos quiten lo «bailao». Días de pantallas gigantes, banderas en los balcones y repercusión en los medios, que te hacen sentir menos perro verde de lo habitual. Días de euforia desmedida tras pasar de ronda, y momentos de vértigo al ver aproximarse la siguiente. Días extraños donde las camisetas herculanas ganan por goleado en colegios y parques al glamour de las de «Champions League». Días, en fin, felices para todos los que amamos a nuestro Hércules.

Comentaba Juli hace unas jornadas que él y sus compañeros tenían que salir al campo con los ojos inyectados de sangre. Desde mi localidad de Preferente no alcanzo a ver las pupilas de nuestros jugadores, pero vista su entrega sobre el césped, parece que la metáfora puede ser correcta. Pero lo que ha resultado toda una sorpresa, incluso entre las filas de los más optimistas, es la respuesta de la afición al reto de la promoción. Esa hinchada viajera, entrando en las autovías como en las azucenas. Ese ímpetu enloquecido con el que la grada afronta cada partido como local, formando un auténtico ejército blanquiazul, que a las órdenes del general Planagumá, sería capaz de conquistar Invernalia armados con tan solo unas chanclas. Hartos del pan y cebolla de los últimos años, el herculanismo demanda a gritos solomillo y marisco del caro; sentarse de nuevo a la mesa de los comensales del fútbol profesional. Y lo reclama con tal vehemencia que en estos dos últimos partidos de la promoción de ascenso el estadio se ha transmutado en una caldera donde hervir toda la resignación acumulada en cinco años de infrafútbol. De seguir en esta línea y progresión de infierno turco, no me resultaría extraño imaginar al entrador visitante el domingo, escribiendo apesadumbrado en la pizarra del vestuario «abandonad toda esperanza», mientras sus jugadores rezan un padre nuestro y wasapean para despedirse de los suyos. Señores, this is the Rico Pérez y lo vamos a demostrar.