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Visto para sentencia

Ha quedado «visto para sentencia» el juicio del llamado 1-O. Tres meses de trabajo televisado, cientos de testigos, de documentos, de declaraciones que ahora habrá que resumir en una sentencia cuyos efectos serán determinantes para el futuro. No. No devolverán el asunto a la clase política para que ésta lo resuelva con las herramientas propias de su indeterminado oficio. Los tribunales aplicarán la ley, como es su obligación constitucional, prescindiendo de otro tipo de valoraciones, aunque a muchos les cueste entender que por encima de las conveniencias políticas está la norma, a la que quedan sometidos también los que viven del erario público y hacen prevalecer en toda decisión criterios de beneficio, cuando no de capricho. Lo hemos visto estos días.

El trabajo de una Sala de Justicia, cuando ha de valorarse un complejo fáctico de las características del juzgado y hacerlo a la luz del Derecho, no es fácil y, evidentemente, no equiparable a la elementalidad de los análisis políticos, no sometidos a reglas objetivas o vinculantes y siempre discrecionales. Hablar, opinar, posicionarse sobre cualquier cosa y hacerlo generando titulares en la prensa es de una sencillez tal, que está al alcance de quienes ocupan su vida en el oficio de la política sin más méritos o títulos que estar donde conviene estar en el momento oportuno. Valorar las actuaciones judiciales a la luz de la política es degradar aquellas y rebajarlas a niveles incompatibles con lo que tiene el carácter de ciencia, la jurídica, que es algo más que las apelaciones a difusas «justicias», siempre, curiosamente, coincidentes con las inclinaciones de quien las reclama. La Justicia, en derecho, es y se resume en la aplicación de la ley y eso requiere conocerla, entenderla y saber vincularla a los hechos de la vida. No es tarea fácil cuando el derecho, en el mundo latino, como sostenía Unamuno, es esencialmente dogmático, siendo la labor de los jueces ajena a la noción difusa de la «justicia o la verdad». Tales objetivos competen al legislador, no al juez, cuya función es aplicar la ley desnuda, subsumir los hechos en normas e interpretar estas últimas, no crear derecho, pues carece de legitimación para hacerlo.

El TS habrá de determinar qué delitos, en su caso, se han cometido, si rebelión, sedición, simple desobediencia y malversación, a la vez que pertenencia a organización criminal. No es sencillo, aunque a tantos comentaristas les resulte cuestión opinable y popularmente determinable atendiendo a criterios «democráticos» que, de nuevo, coinciden con los deseos de quien interpreta la democracia. Hace daño, duele escuchar a tanto «genio», aprendiz de todo y maestro de nada, impartiendo doctrina jurídica al mismo Tribunal Supremo. Políticos y contertulios de todo pelaje toman sus decisiones sobre la base de su saber íntimo, ni siquiera leal con el conocimiento de la materia afectada por el asunto manchado con tanta osadía. Duele escuchar pedir al TS que renuncie a aplicar la ley y entregue el ordenamiento jurídico a la clase política. Duele, pero es comprensible, en los acusados, que pugnan por su derecho a la libertad. Pero, oír lo mismo de políticos que aspiran a gobernarnos, sin ser tachados de extremistas peligrosos o simplemente de sujetos con el orate perdido y la razón huérfana de sentido común, preocupa más, pues decir tales cosas en un Estado de derecho revela alguna anormalidad. A ellos les parece cosa nimia, pues la ignorancia es siempre mala consejera y a muchos, simples manifestaciones de entusiasmo democrático. A cualquiera que sienta temor por la palabra a la deriva y las mentes prestas a escucharla, le causa sentimientos que discurren entre la sorpresa por la frivolidad de quienes nos gobiernan y la comprobación irrefutable del fracaso del sistema educativo.

Afortunadamente el TS está compuesto por magistrados expertos, amantes de su oficio, rabiosamente independientes, que cumplirán con su función sin atender a juicios paralelos, presiones indirectas o problemas de conciencia derivados de las consecuencias de imponer la ley. Ni pancartas, ni lazos, ni manifestaciones, han servido o servirán para presionar a quien no puede serlo por su categoría moral.

Luego, el Poder Legislativo, que nadie lo dude tampoco, procederá a reformar el Código Penal para rebajar las penas que se puedan imponer, aplicando el principio de retroactividad de la norma penal más favorable. Y si se imponen quince años, se quedarán en la mitad. Y, a su vez, el Poder Ejecutivo, acordará los indultos que considere oportunos.

Ni una cosa, ni la otra, son ilegales y ambas, por ser ajenas al Poder Judicial, pueden llevarse a efecto atendiendo a criterios políticos, siempre que no se perjudique el futuro y se abra la puerta a la impunidad, como sucedió con el siempre mentado para mal, Zapatero, cuando despenalizó los referéndums ilegales alegando que no eran posibles en el futuro. Nunca acertaba en sus previsiones.

Políticamente puede ser adecuado rebajar la tensión en las penas y en su cumplimiento. Tiempo habrá para hablar si ello sucede. Pero, hoy, es el momento de la ley vigente y del Tribunal Supremo. Y la sentencia será la que determine las conductas del mañana. No anticipemos el devenir y vayamos paso a paso.

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