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La enfermedad nacional

Desde que la soberanía pasó de manos de los reyes absolutos a ser soberanía popular se hizo preciso simular que los pueblos eran sujetos, de manera que la creación de los Estados modernos supuso la creación de las naciones, todas ellas surgidas de un Estado o como aspirantes a dotarse de uno. Esos nacionalismos estatales estuvieron en el centro de las catástrofes bélicas de todo el siglo XX, pero antes todavía, en el siglo XIX, se habían posado sobre comunidades de carácter lingüístico y cultural como es el caso vasco o el catalán, pero también el español, si bien éste tuvo un soberano al que poder heredar como Estado con su correspondiente pueblo o sujeto nacional.

De ahí que los nacionalismos culturales como el catalanismo hayan servido, de hecho, pese a su apreciable esfuerzo por el matiz, como una pendiente deslizante que conduce casi inevitablemente a su decantación soberanista. Para corroborarlo puede servir la lectura de las memorias de Duran i Lleida, tan perplejo ante el recorrido independentista de sus compañeros de partido, coalición y nación, como ajeno a la incontenible dirección de sus propias ideas.

Es comprensible que desde Cataluña se procure el resurgimiento de ese catalanismo moderado y capaz de conciliar afectos y lealtades en identidades nacionales múltiples y complejas. Intentar superar la univocidad del sentimiento de identidad es un empeño bienintencionado de atemperar la inflamación. Lo de nación de naciones es una salida, poco articulada ideológicamente, de entrar en resonancia con esas sensibilidades políticas. También el federalismo incluye esa apreciable dirección: satisfacer con templanza unas exigencias identitarias con la expectativa de apaciguarlas en el reconocimiento. Sin embargo, por bienintencionada que sea, la solución acepta la lógica que crea el problema: la naturaleza nuclear de la identidad como asunto político.

Ciertamente, se entiende que desde la moderación y el deseo de acordar se ensayen tales vías conciliadoras, y hasta puede ser que en las actuales circunstancias sea lo preferible entre lo posible. Sin embargo, para fijar el rumbo de una solución duradera convendría atender a Tony Judt al respecto: «Identidad es una palabra peligrosa. No tiene usos contemporáneos respetables». En efecto, si no se conduce políticamente con la vista puesta en el desplazamiento de las cuestiones identitarias del centro de la discusión pública, se acabará intensificando lo que se pretende relativizar.

Sin duda que la globalización mercantil y las afinidades de la izquierda con los localismos culturales y políticos por un lado, y por el otro los populismos de derechas forman parte de una época política centrípeta para las cuestiones identitarias. Sin embargo, ya mucho antes, en 1991, Isaiah Berlin aseguraba que el auge del nacionalismo y del fundamentalismo religioso eran «los fenómenos más poderosos del mundo actual». Y seguramente no es mera coincidencia que ambos fenómenos sean coetáneos: tan claro es el contenido nacionalista de fundamentalismos religiosos como los islámicos, como lo es, aunque más inconfesa, la religiosidad civil que segregan los nacionalismos occidentales, ya surjan de las matrices tradicionalistas de las derechas o de las localistas de las izquierdas.

Como vio Huxley, que profesó un izquierdismo ajeno a los nacionalismos de su época, «el sentimiento nacionalista es la religión predominante en el siglo XX». En ese sentido, mientras el fundamentalismo aparece como una cristalización confesional de la política, el nacionalismo se presenta como una forma idolátrica de la identidad política. De ahí que, si se quisieran localizar las dinámicas capaces de convertir lo político en un espacio centrífugo para los asuntos identitarios, lo primero que habría que convenir es que la relación entre política y religión no puede ser ni la confusión dominante en los fundamentalismos y algunos nacionalismos de derechas, ni la sustitución propia de los nacionalismos laicos de izquierdas o derechas.

La enervación política de la cuestión identitaria pasa por conseguir que la política se distinga de la religión sin suplantarla, y a ese respecto tan poco capaces son los fundamentalismos como los laicismos, pues ambos son formas de confesionalismos estatales en nombre o en contra de la religión. Lo que se necesita es, más bien, una secularización efectiva de la política que pasa por abandonar la pretensión de que la política es todo o lo más importante en general y, desde luego, que no lo es para la propia identidad o la de los demás.

Esa hiperpolitización de nuestras sociedades está debajo de la incapacidad para respetar espacios institucionales con lógicas propias no subordinables a la política. Y así es, por ejemplo, como algunos que se quejaban de la judicialización de la política, hoy abogan abiertamente por la politización de la justicia requiriendo a los jueces que dicten sus sentencias para no agravar el problema catalán, es decir, con sentido político. La naturaleza democrática del poder y de la política depende de su autolimitación que la distingue de la justicia, de la religión, de la ciencia y de la indagación experta sobre la verdad histórica, por ejemplo.

Contra lo que puede parecer y lo que bienintencionadamente pretenden muchos, la politización de todo pone en peligro la democracia real. Lo que hay que exigirle al juez o al historiador es que lo sean, sin más, y no que representen las sensibilidades presentes en las mayorías sociales. Ciertamente, nadie es neutro, pero sin el esfuerzo por hacer justicia y establecer los hechos al margen de las propias posiciones ideológicas, el dialogo en las sociedades democráticas pierde sentido y se convierte en una disputa entre partidarios, y entonces ya no hay democracia, sino abuso de las mayorías.

Las ideologías que se tienen a sí mismas por la encarnación de la justicia que deberían impartir los jueces o de la objetividad que deberían difundir los científicos, suelen creerse sabedoras del secreto de la felicidad humana, y, por tanto, engendran políticos no solo proclives a hacerles el bien a los demás, aunque no quieran, sino demasiado dispuestos a decirnos quiénes y qué somos, y quiénes no lo son. Como aquel que ha venido a distinguir entre catalanes y españoles empadronados en Cataluña: la enfermedad nacional.

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