Son muy numerosas las personas que no entienden por qué en un sistema parlamentario no se permite que los electores voten a los miembros de los gobiernos, ya sean locales, autonómicos o nacionales. De hecho, cuando introducen sus papeletas en las urnas, la inmensa mayoría de los votantes cree que está eligiendo a su alcalde o a su presidente, error que continúan arrastrando legislatura tras legislatura. En los orígenes del parlamentarismo, el Ejecutivo (de ahí su denominación) era un mero brazo ejecutor del Legislativo. La Cámara de Representantes ejercía su control sobre él y la finalidad de sus funciones, burocráticas y administrativas, consistía en llevar a la práctica las normas emanadas de los parlamentos. Por lo tanto, nos situábamos ante un poder a la sombra de otro poder en el que el centro de gravedad del sistema descansaba sobre la Asamblea. Por esa razón, lo relevante era que los ciudadanos participasen sólo en la elección de los miembros parlamentarios.

Es obvio que el panorama ha evolucionado. Ahora el poder de los parlamentos se ha mediatizado y el de los gobiernos ha aumentado exponencialmente, desvirtuando así las reglas iniciales del sistema parlamentario clásico. Ese citado centro de gravedad se ha ido trasladando hasta situarse cada vez más cerca del Ejecutivo, que ha agrandado sus competencias y facultades convirtiéndose en el verdadero motor político de las democracias. En la actualidad, los gobiernos pueden dictar normas con el mismo rango de ley que los parlamentos, los Presupuestos Generales del Estado pueden ser propuestos únicamente por los primeros y los presidentes se han convertido en el cargo por antonomasia de una democracia.

Sin embargo, dicha evolución (en algunos casos, cabría mejor hablar de mutación) no ha conllevado la revisión de las tradicionales y arcaicas reglas electorales, cuya caduca visión, en la que el ciudadano debe limitarse a elegir a sus representantes en el Parlamento sin participar en la designación de los miembros de los ejecutivos, seguimos heredando. Para los vetustos cánones del sistema parlamentario, el Gobierno continúa personificando ese mero brazo ejecutor de la Cámara de Representantes, ese cuerpo burocrático y administrativo controlado por y al servicio de la Asamblea. Ajeno al enorme cambio producido en los últimos siglos, el parlamentarismo clásico nos impone un modelo electoral anclado en un pasado que ya no existe.

A todo lo anterior ha de añadirse que, en determinados casos, el tradicional control del Legislativo sobre el Ejecutivo se ha caricaturizado hasta el extremo por culpa de la denominada «disciplina de partido», que impone al diputado de turno obedecer las órdenes de un líder que, desde la sede de su formación política, maneja los hilos impidiendo la independencia que requiere toda labor de control. En este sentido, se ha aceptado como una situación normal -incluso deseable y hasta comprensible- que los diputados del partido que ejerce la labor gubernamental no efectúen ninguna vigilancia ni supervisión sobre ella, sino que, en atención a sus siglas, se limiten a defenderla y aplaudirla.

Es otra razón de peso por la que, a mi juicio, los sistemas parlamentarios presentan evidentes signos de caducidad en varias de sus señas de identidad. No se trata de constatar que están en crisis, puesto que la crisis es global y afecta a todos los sistemas. Se trata de reconocer que su empeño por encadenarse a unas tradiciones teóricas que ya nadie practica, ahonda aún más en la desafección, el desinterés y la desilusión del electorado ante semejante forma de hacer política.

Porque, tras su participación en las elecciones, la ciudadanía asiste entre perpleja e indignada al mercadeo de puestos y al reparto de cargos llamados a configurar lo que debería ser una verdadera democracia. Si tú me apoyas aquí, yo te apoyo allí. A ti te tocan tantas consejerías y a mí, la presidencia. Con tal de que no salga aquel, te cedo a ti la alcaldía. Después, aparece ese grupo político que, pese a contar con el menor número de votos y escaños, se siente facultado para orientar las políticas durante los próximos cuatro años y se relame al redactar su listado de exigencias. Mientras tanto, los votantes continuamos marginados y atónitos.

Creo firmemente que ya ha llegado el momento de revisar y repensar nuestro modelo de gobierno. No es posible seguir impidiendo que los votantes participen activa y directamente en la elección de los órganos de naturaleza política más relevantes de una democracia. Y los gobiernos lo son. Tal vez no lo fueran en sus inicios, pero esa época pasó y no volverá jamás. Sin embargo, se da la paradoja de que los propios encargados de cambiar las normas (a saber, los partidos políticos) se resisten a la más mínima modificación que les reste un ápice de su cuota de poder. Y ante esta tesitura tan rechazable es preciso, al menos, que la población sea muy consciente de que la democracia del pasado pretende imponerse a la sociedad del presente y del futuro por quienes ejercen el poder.