Mil es un número natural; sigue al novecientos noventa y nueve y precede al mil uno. Mil no es un número primo. El número mil tiene dieciséis divisores cuya suma es mil trescientos cuarenta, es un número grande. La raíz cúbica de mil es diez. Mil no es un número de Friedman, ni de Fibonacci ni tampoco de Bell. Mil no es un número palindrómico, ni pentagonal, ni perfecto. El número decimal, o arábico, mil convertido en número romano es M. Mil segundos son dieciséis minutos y cuarenta segundos. Mil millas son mil seiscientos diez kilómetros. El mil fue un año bisiesto. Entre Belgrado y Berlín hay mil kilómetros de distancia en línea recta, los mismo que desde Londres a Marsella en Francia.

Desde el 2003 al diez de junio del 2019, han sido mil las mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas sentimentales. Mil es el lugar que ocupa Beatriz en la negra y vergonzosa lista de mujeres víctimas de violencia de género desde hace dieciséis años, tres crímenes cada quince días. Mil mujeres enterradas que simbolizan mil fracasos sociales y que tras mil minutos de silencio son el tristísimo final de millones de lágrimas vertidas y contenidas, de miles de horas de vigilia miedosa. El final de días y días de insultos, de humillaciones, de golpes y de moratones apenas disimulados. Años de atropellos, de brutalidad, de vejaciones y de desvaloraciones.

Mil una, mil dos, mil tres..., ¿cuántas habrán engrosado la patética lista cuando haya terminado de escribir? Aunque haya que repetirlo una y mil veces, el «maltrato» o «malos tratos», según diccionarios de la Real Academia Española es «un delito consistente en ejercer de modo continuado violencia física o psíquica sobre el cónyuge o las personas con quienes se convive». No hay lugar a dudas, el maltratador es un delincuente. El que practica el terror o la intimidación contra su cónyuge, su pareja o su expareja es un malhechor, un malnacido. Si además esta violencia de forma reiterada se extiende a niñas o niños, sean o no familiares, en forma de palizas, de violaciones y de abusos sexuales que en multitud de ocasiones llegan al asesinato, es cuando ya podemos hablar sin tapujos de «terroristas domésticos» o «terroristas de género». Por mucho que Vox, los nuevos amigos de Casado y Rivera en Madrid, se empeñen en seguir negando esta violencia machista estructurada, tratando de meterla en el mismo saco que «cualquier víctima de violencia»; aunque la formación de extrema derecha pide en las Cortes Valencianas que se haga un minuto de silencio siempre que haya «una víctima», no sólo si es mujer; y por mucho que Abascal diga que «muchos hombres están padeciendo calabozos por una simple denuncia», falseando los datos y desviando el foco de atención hacia la maldad de la mujer; no podemos olvidar que en dieciséis años, hoy son mil las mujeres asesinadas por hombres, terroristas, miedosos y acomplejados que muchas veces después de realizar su atrocidad deciden quitarse la vida, mostrando su cobardía, la inutilidad de sus atributos y la incapacidad para enfrentarse a su destino; exhibiendo de forma grotesca todo lo contrario de lo que seguro presumían delante de sus amigotes.

Quizás tengamos que replantearnos nuestros modelos educativos. En lugar de pensar en cuál es la sociedad que vamos a dejar a nuestros hijos, deberíamos pensar qué hijos estamos formando para la futura sociedad. Por muchas charlas, por muchos cursos, por mucha teoría educativa que trasmitamos a nuestro niños y adolescentes, si la actitud de prepotencia de los hombres respecto de las mujeres sigue rondando por las calles de nuestros barrios, sigue presidiendo muchas mesas familiares, sigue siendo banalizada por políticos y por programas televisivos, la ponzoña machista seguirá envenenando nuestras vidas, a nuestros hijos, a nuestra sociedad y a nuestro hipócrita Estado de Bienestar.