Les debo confesar que, como cantaba Florencio Torrelledó, allá por los años 60, «Estoy loco por el tenis, me gusta su juego tan emocionante». Claro que es muy comprensible ser seguidor de este deporte cuando hemos tenido la fortuna de vivir en la época en la que hemos disfrutado con el mejor jugador de nuestra historia: Rafael Nadal.

El tenis es un deporte de caballeros, con unas reglas sencillas y estrictas. Se practica en una pista que mide, para los partidos individuales, 23,77 metros de largo, por 8,23 metros de ancho, estando dividida en su mitad por una red suspendida de una cuerda o cable metálico, cuyos extremos están fijados a la parte superior de dos postes, a una altura de 1,07 metros.

Imagino que el hecho de que las dimensiones de la cancha y la altura de la red arrojen unos guarismos tan poco redondos se debe a que el tenis es un invento inglés y, por lo tanto, esas reglas debieron pergeñarse utilizando el sistema de medidas imperial. No obstante, esas son las que son y no difieren de un club a otro, ni de un país a otro, ni siquiera de una comunidad autónoma española a otra. Sí, así es, aunque les cueste comprenderlo, las dimensiones del campo de juego en Barcelona, son iguales a las de Madrid, San Sebastián, o a las del Club de Tenis Elche, donde juega mi hijo.

Bromas aparte, no cabría en cabeza alguna que este deporte, o cualquier otro, tuviera unas reglas distintas en función de la comunidad autónoma en que se disputase; ese caos supondría que alguien que juegue al tenis en Elche, si acude a un torneo en Valladolid, tendría que aprender las reglas del tenis «castellano-leonés» y practicar con ellas antes de la competición. Absurdo, ¿verdad? Pues bien, algo que nadie entendería en un juego se está produciendo de forma sistemática, desde hace décadas, en un asunto de mucha mayor trascendencia: nuestro sistema educativo o, mejor dicho, nuestros sistemas educativos.

Imagino que no habrán sido ustedes ajenos a la polémica surgida en torno al examen de matemáticas de la EBAU, o selectividad para entendernos todos, de este año en la Comunidad Valenciana. Esa supuesta complejidad ha avivado el debate acerca del sinsentido que supone que una prueba que permite acceder a cualquier universidad española tenga un grado de exigencia diferente en función de la comunidad autónoma en que se realice. Muchos políticos han aprovechado la exposición mediática de este asunto para lanzarse a hacer propuestas en el sentido de unificar las pruebas de acceso a la universidad para que estas sean idénticas en toda España.

La tesis de la unificación del examen va en la línea que yo he expuesto con el símil tenístico. Sin embargo, decretar, sin más, que de un año para otro la selectividad sea igual en todo el territorio nacional sería como si un tenista entrenara todo el año en una pista más corta, más estrecha y con la red más baja, y en junio se tuviera que enfrentar, jugándose su futuro, a Rafa Nadal en la pista central de Roland Garros. Hablando en términos educativos, antes de unificar la prueba de acceso a la universidad habría que unificar los contenidos que se imparten en todas las comunidades autónomas durante el bachillerato.

La Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa, establecía las competencias que el Gobierno se reservaba respecto del currículo de las diferentes etapas de la enseñanza. En concreto, la letra e) del artículo 6 bis de dicha norma decía textualmente: «El diseño del currículo básico, en relación con los objetivos, competencias, contenidos, criterios de evaluación, estándares y resultados de aprendizaje evaluables, con el fin de asegurar una formación común y el carácter oficial y la validez en todo el territorio nacional de las titulaciones a que se refiere esta Ley Orgánica».

Asegurar una formación común en todo el territorio nacional, he ahí el quid de la cuestión. Pero, ¿qué elementos introducía la ley para asegurar esa formación común a toda España? Pues, básicamente, unas evaluaciones finales de Primaria, ESO y Bachillerato que garantizaran la adquisición de esos objetivos, competencias y contenidos comunes. ¿Quién arremetió de forma furibunda, hasta no verlos derogados, precisamente contra los aspectos de la LOMCE que garantizaban la igualdad de todos los españoles? La izquierda política y los nacionalistas.

Hay una novela, llevada al cine con gran éxito de crítica y público en 1989, El club de los Poetas Muertos, en la que un profesor de literatura inglesa, de un elitista colegio norteamericano de los años cincuenta del siglo pasado, intenta inspirar a sus alumnos otros valores más humanos, diferentes de los que suponían los cuatro pilares del centro: «tradición, honor, excelencia y disciplina». Una de las escenas más dramáticas de la película es la parte en la que uno de los estudiantes se suicida porque su padre quiere que estudie y no le deja ser actor. Cuando vi por primera vez El club de los Poetas Muertos, siendo muy joven, simpaticé con el idealista profesor y sus ideas «progresistas». Pero ahora, después de haber tenido responsabilidades en diferentes ámbitos de la educación, hasta podría llegar a empatizar con el padre del malogrado joven y, desde luego, compartir los valores académicos de excelencia y disciplina.