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Llega la selectividad

La selectividad define una meritocracia no siempre justa. Valora mal las diferencias de origen: ya sean de entorno social, de clase o, incluso, autonómicas

Se dice que la selectividad constituye la mejor garantía del mérito individual de cada alumno. Y algo de eso hay sin duda. Los mejores estudiantes aspiran a entrar en las carreras más prestigiosas, ya sea Medicina -aunque ahora empecemos a padecer una severa sequía de profesionales sanitarios-, Ingeniería, Matemáticas o cualquiera de los más afamados dobles grados que tanto se estilan últimamente. A los 18 años, los jóvenes se juegan algo parecido a su futuro. Una nota de corte abre o cierra las puertas al éxito profesional o a la posibilidad de desarrollar una vocación.

Una nota de corte supone un abanico de posibilidades más o menos cerrado, cuando el alumno muchas veces carece de la experiencia suficiente para elegir con idoneidad. ¿Económicas o Derecho? ¿Historia o Antropología? ¿Bioquímica o Farmacia? No es una cuestión baladí para la biografía personal y llega seguramente -la decisión- antes de hora. En Estados Unidos, este problema se soluciona con unos grados lo suficiente amplios como para facilitar posgrados de todo tipo. Quizás sería adecuado avanzar en esta dirección y recuperar un mayor contenido humanístico en esos primeros años de universidad.

La selectividad define una meritocracia no siempre justa. Valora mal las diferencias de origen: ya sean de entorno social, de clase o, incluso, autonómicas. Educativamente, hay autonomías fracasadas y otras -el caso más conocido es el de Castilla y León- que obtienen en PISA resultados similares a los de la idealizada Finlandia. Esas diferencias, tanto de origen como de entorno, subrayan lo dificultosa que es la equidad. Somos iguales en derechos y deberes, pero no en cuanto a medios, recursos y posibilidades. Otra cuestión a considerar es el marco intelectual en que se educa y las habilidades que se adquieren realmente en la escuela. Y no sólo esto, también la forma adecuada de medir los conocimientos. Una vez más, me temo que en España los partidos políticos y los distintos gobiernos dan vueltas y vueltas al problema como una peonza que gira sin orden ni concierto.

El último debate que se ha abierto sobre la selectividad, a raíz de las preguntas de Matemáticas en la Comunidad Valenciana, tiene que ver con la necesidad de implantar una prueba única en todo el territorio nacional. Entiendo el argumento -se trataría a todos los alumnos por igual-, pero no sé si me termina de convencer; no por razón de equidad, sino por los beneficios de la libertad. Probablemente cada universidad debería poder seleccionar a su alumnado de un modo más individualizado, al igual que los colegios deberían gozar de una mayor autonomía para la confección de su programa académico. También, a la hora de elegir el profesorado, sus valoraciones a final de curso deberían pesar más del 60 % que se toma en consideración actualmente. Las reválidas y selectividades varias sirven para cuantificar conocimientos medibles -la ortografía, por ejemplo-, pero no tanto para otras habilidades tal quizás valiosas en nuestro tiempo. Y ahí está bien que sean los colegios y las universidades los que vayan dialogando, más que confiar en una prueba externa que tiene mucho de injusta y algo de azarosa.

Nos dirigimos hacia un espacio único europeo en cuestión de universidades y es bueno que empecemos a pensarlo así. El futuro les pertenece a ellos, a los jóvenes que ahora se están examinando de selectividad. Y conviene abrirles horizontes de oportunidades, en lugar de empequeñecérselos con la estrecha rigidez de una nota de corte, de una cifra que no debería contar mucho más de lo que significa.

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