Era el acto más esperado de las fiestas de mi niñez, allá por los primeros años setenta. Yo no era comparsista. La Huestes del Cadí todavía no se habían fundado, y yo tardaría unos años más en vivir ese anhelo que de tan crío me ilusionaba.

Era el mejor colofón imaginado para unas fiestas caracterizadas por su alegría desbordada. Los lunes de fiesta por la tarde, acudía con mis padres a ocupar algunas sillas de la calle José María Pemán, donde esperaba impaciente esa desaforada contienda conocida como «La Batalla del Confeti». Los festeros acarreaban en bolsas, talegas y alforjas kilos de ese diminuto papelillo para arrojarlo al público, y también entre ellos; al tiempo que las carrozas, cargadas con una impedimenta de cientos de kilos -no diré miles para que no me califiquen de hiperbólico- de confeti, lo catapultaban hacia todas partes, formando todo un turbión en el que uno, por un momento, pensaba encontrarse en otro mundo. Hasta el cielo parecía nublarse con semejante tormenta cromática. El público -lógicamente- no permanecía impasible, y sobre todo los críos recogíamos el confeti caído para contraatacar a los comparsistas lanzándoles otros puñados, que a veces viajaban en aviesas condiciones por contener algún «regalito» imprevisto en forma de china u otro objeto contundente.

Yo esperaba especialmente a que pasaran mi primo, con los Contrabandistas, y mi hermana, marroquí; pues siempre me armaban con puñados de confeti virgen con los que continuar la refriega.

Al acabar el acto, e incluso en los días siguientes en que los equipos de limpieza municipales se empleaban a fondo -¡con lo que cuesta quitar el confeti!-, el itinerario presentaba un aspecto sicodélico. Con las calles -y no solo ellas- anegadas de confeti, hasta el punto de no poder apreciar el desnivel existente entre las aceras y la calzada.

Años más tarde, siendo todavía niño, descubrí con estupor que las autoridades festeras habían sustituido la inefable batalla por otra «de los claveles», quiero imaginar que por las incomodidades que ocasionaba la primera. Pero ya no fue igual.

Aquello lo recuerdo como un auténtico maremoto de dicha. Son recuerdos de la infancia, ya lo sé, que lo magnifican e idealizan todo.

Sin embargo, he de confesar que esto me ha venido a la mente al recordar que hogaño algunos cuartelillos -a bote pronto, los de la calle Chapitel, por ejemplo-, llevan años organizando una especie de batalla de confeti los domingos por la noche -este también-, en la que propios e invitados se lo pasan auténticamente pipa. Un jubiloso colofón anticipado a las fiestas que cubren sus últimas horas.

Por eso, cuando leo o escucho a autoridades de la Fiesta hablar a troche y moche de «tradición», no puedo dejar de pensar con una sonrisa de soslayo en estos actos, que resumían como ninguno la idiosincrasia festiva de un pueblo€ ¿Hemos cambiado tanto? O sea.