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El indignado burgués

Crónica taurina «heterodoxa»

Probablemente en una década o como mucho dos se haya prohibido la «muerte en la tarde» que tanto gustaba a Hemingway

Se puede ser ateo y al mismo tiempo un apasionado por los ritos y liturgias de la Iglesia Católica, que al fin y al cabo la tradición es una parte, y no menor, de la cultura. No siendo creyente una de mis mayores frustraciones como ser humano es no haber alcanzado el capelo cardenalicio y el acceso con ello a un círculo privado de Príncipes de la Iglesia que estimo, con mucho, más interesante que cualquier otro club privado del universo mundo. Me pierden las liturgias, no sé ni cuántas veces lo he dicho, por eso me gusta lo que se mueve alrededor de los toros (incluido el rabo a la cordobesa) y cuanto más perseguidos sean, más me gustarán. Hala, ahí queda, viva el espíritu de contradicción.

Una de las pocas cosas que no he hecho en periodismo y me gustaría es una crónica taurina o mejor dicho, una «hetorodoxa» crónica taurina (y que el corrector ortográfico no me cambie la o por la e, porfa). No le recomiendo al director de este medio que tan generosamente me acoge un encargo semejante, porque me temo mucho que le lloverían cartas de protesta de los ultraortodoxos del género y quizá hasta me persiguieran por las calles por hereje. Y seguramente bien merecido me lo tendría, que todo rito tiene unos fundamentos y si te los saltas están poniendo en peligro el misterio iniciático y por tanto el mantenimiento del culto y sus sacerdotes.

Se han hecho bastantes crónicas antitaurinas y muchas taurinas, incluidas las de «sobre-cogedores» cronistas a sueldo de los apoderados de las figuras, pero no hay tantas que analicen desde una perspectiva sacrílega el baile del torero, el toro, el público y los intereses que se mueven en una Plaza de Toros. Hizo una serie muy buena en el Abc de los años 40 Wenceslao Fernández-Flórez: El toro, el torero y el gato, donde avalaba la sustitución de unos bóvidos astados que ya no daban miedo a nadie por encanallados gatos callejeros, tan sinuosos, inteligentes y arañadores. Sin duda fue la inspiración de Victorino Martín, que empezó a criar poco después unas alimañas retorcidas, posteriormente perfeccionadas por su sobrino Adolfo, que siembran el pánico en la serie isidril de Las Ventas.

No le auguro yo mucha vida a la fiesta taurina. Probablemente en una década o como mucho dos se haya prohibido la «muerte en la tarde» que tanto gustaba a Hemingway. Los animalistas van a conseguir que la liturgia de los toros quede como el recuerdo de unos tiempos bárbaros, como las luchas de gladiadores, en pro de un supuesto buenismo de la civilización que es constantemente desmentido por la realidad. Los que dicen defender a los animales acabarán con los animales, porque ya me contarán qué sentido tiene criar libre, con unos gastos descomunales, a un toro de lidia si no muere en la plaza. Los toros son genéticamente seleccionados por los ganaderos en virtud de las características que cada cual quiere para su hierro, con un único fin: el lucimiento en las corridas. Sin ellas nos comeremos los pocos que hay y cuando sólo quede un toro de lidia lo contemplaremos en el zoo como una rareza. Pero ya no veremos un desafiante toro, sino un pastueño buey.

Veo bastantes corridas en la tele y muy pocas en las plazas, por lo mismo que no me molestaría en aparcar a diez kilómetros para ver a Bruce Springteen ni a los Rolling: me fastidian las aglomeraciones y las multitudes. Hay que reconocer que sentado en las incomodísimas gradas de cemento con tus pies en la columna vertebral del de delante y a la inversa, se captan ruidos de marea imposibles de ver en televisión, el oleaje de la emoción y la bajamar del peligro, a los aficionados que llaman burro al presidente -que casi siempre se merece tal calificativo- y a los del «Tendido 7» que chillan que el diestro se «sale de cacho», bizarro símil que el otro día utilizaba la Arrimadas. Y la sangre, y la muerte. Reconozco que pagar por ver sangrar y morir a un bicho precioso tiene difícil venta, y así y todo?

Me repatea el término fiesta nacional, no sólo porque encolerice a los «torquemadas» partidarios de prohibirla sino por sus ramalazos nacionalistas y excluyentes. Con tantas razones como en España la podrían calificar como «su» fiesta en Colombia, México, Perú o el sur de Francia. Se llame cómo se llame ya digo que le quedan dos telediarios; hace poco un sociólogo dio a conocer un curioso experimento que lleva haciendo muchos años con sus alumnos. A principios de curso les hace una encuesta con una única pregunta: ¿Qué prefieres, la muerte del torero o del toro? Hace una década siempre había algún rarito que prefería la del torero, ahora mismo el 90 por ciento optaría por el toro «Islero» que mató a Manolete. Con esos mimbres está claro que mucho tiempo no va a durar.

De todos modos, a los animalistas se les ha ido la pinza. El otro día leí a uno que quería prohibir las expresiones menospreciadoras contra los animales y su sustitución por términos «animalistícamente» correctos. Concretamente les ofendía que se utilizaran entre otras frases «aburrirse como una ostra», «ser cabeza de chorlito» o «comportarse como un cerdo». Les propongo: «aburrirse como un senador», «ser cabeza de futbolista» o «comportarse como Trump». De nada, chicos, a mandar.

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