El incidente ocurrido semanas atrás con la pólvora depositada en el polvorín de Montealegre del Castillo va a ser recordado largamente por las consecuencias que ha tenido, y podría haber tenido, aún más graves.

Lo que en una primera impresión podía conducir a pensar en una falta de previsión de los implicados en la «cosa», con el paso del tiempo se ha revelado como un contratiempo que a veces -rara vez, afortunadamente- sucede, pero que cuando se produce da al traste con los festejos que dependen en gran medida del explosivo.

En este caso, que las autoridades festeras encargaron la cantidad de pólvora que precisaban, es evidente. Como también lo es que la pólvora se fabricó -solo se hace previo encargo-, y se trasladó al polvorín de la zona. Pero la inspección de sus técnicos previa al transporte reveló un defecto -exudación; una especie de fanguillo parduzco que alguna vez se produce-, que ponía en riesgo a quienes la manipularan con deflagraciones en momentos insospechados.

Lo triste es que ese contratiempo los sufrieron algunas importantes fiestas de la provincia, que se quedaron huérfanas de los actos de disparo. Lo venturoso fue que hubo capacidad de reacción por parte del fabricante y de los responsables del depósito, y Petrer ya no se vio privado de ella.

Todo esto nos debe hacer caer en la cuenta de la delicadeza y peligrosidad del material que el festero lleva entre manos durante muchas horas en las fiestas. Y al que, en un ambiente de exaltación festiva, no se le da la debida importancia, hasta que un accidente nos advierte de ello.

Muy atrás -afortunadamente- quedaron los tiempos en que cada arcabucero salía prácticamente de su casa disparando, en busca de otros compañeros de disparo camino del antiguo estadio municipal, donde se celebraba la embajada. Y que lo hacía portando un zurrón de tela burda -generalmente, de chilaba- forrado de plástico en su interior para albergar la pólvora, que se vertía por la boca del arcabuz con un vaso de detergente de lavadora. Incluso que, previamente, a lo peor el arcabucero hasta se había fumado algún pitillo llenando la bolsa. Y eso sin contar los varios vasos de pólvora con que se cargaba el arma para que el trueno fuera ensordecedor.

La concienciación del peligro que ello representa condujo a una normativa en forma de medidas de seguridad paulatinamente más rigurosa, que puso fin a dicha situación; muchas veces a disgusto de los participantes que ahora consideran poca cosa portar un kilo en cada alardo.

Se dice en los mentideros festeros que todavía hay pólvora por aflorar en domicilios particulares, consecuencia de compras importantes en el pasado. Algún caso conozco. Pero no cabe duda de que, en los tiempos que corren, tener pólvora negra almacenada no es cosa de broma. Ni cohetes en casa para celebrar los goles del equipo de fútbol favorito. O sea.