Uno de los principales asuntos no resueltos por la sociedad española después del regreso a España de la democracia, fue el del trato jurídico, fiscal y legal que debía darse a la familia Franco tras la muerte del dictador en 1975. Sabido era entonces -y más hoy- que la fortuna que amasaron sus familiares directos durante los cuarenta años de dictadura es numerosa en propiedades y cuantiosa en cantidades de dinero en efectivo. Frente a la cantinela repetida hasta la saciedad por los defensores y nostálgicos del franquismo respecto a un supuesto comportamiento austero de Franco y su familia en el ejercicio del poder, la realidad es que ya desde los años de la Guerra Civil española, Franco primero y sus nietos después, tejieron una amplia red de bienes confiscados disfrazados de donaciones y de comisiones millonarias en actos de la Administración de tal envergadura que la familia Franco podrá vivir de las rentas durante varias generaciones sin dar palo al agua. Todo ello ya se ha explicado con rotundidad y concreción en los últimos años en una extensa bibliografía de la que podemos destacar a Ángel Viñas en La otra cara del Caudillo (2015) y a Mariano Sánchez Soler en Los Franco, S.A.: Ascensión y caída del último dictador de Occidente.

Esta falta de resolución de la democracia española en lo que respecta a la fortuna y comportamiento de los Franco ha tenido su base, sobre todo, en una actitud de la derecha española formada por una mezcla de querer mirar para otro lado, de tratar de que el pasado se olvide para no quedar retratada e incluso, en ocasiones, con una velada defensa del legado de Franco. Y en este contexto se está produciendo en los últimos meses el último -por ahora- desplante de la familia Franco a la democracia española. Me refiero a su irritante y grosera actitud en relación al cumplimiento efectivo de la resolución aprobada en su día por el Congreso de los Diputados ordenando el traslado de los restos del dictador Francisco Franco desde el mamotreto de piedra en que se encuentra enterrado construido para recordar el enfrentamiento entre los españoles a un lugar privado elegido por los descendientes.

El reciente auto de la sección cuarta de la sala de lo contencioso administrativo del Tribunal Supremo admitiendo el recurso contencioso administrativo de la familia Franco contra el acuerdo del Consejo de Ministros del 15 de febrero así como contra el también acuerdo del 15 de marzo en el que se estableció del 10 de junio como fecha del traslado del cuerpo de Franco ha supuesto, para cualquier persona con convicciones democráticas, uno de esos bofetones jurídicos que de vez en cuando nos concede el Tribunal Supremo y, en ocasiones, también el Tribunal Constitucional como fue la terrible sentencia sobre las víctimas españolas del medicamento Talidomida.

La familia Franco argumenta en su recurso en el que basó su petición de la paralización cautelar del traslado del dictador hasta la resolución definitiva por el Supremo en varios argumentos. En primer lugar, plantea la inconstitucionalidad de la Ley 52/2007 de 26 de diciembre -más conocida como Ley de Memoria Histórica- y la falta de competencia del Consejo de Ministros para ordenar el traslado del cuerpo. En segundo lugar, alega el incumplimiento de la legislación urbanística así como de sanidad mortuoria (no pude evitar una carcajada cuando lo leí) y, lo que es peor, un supuesto deseo del Gobierno de humillar la memoria de su pariente.

Podríamos decir al respecto que pretender la inconstitucionalidad de una ley aprobada hace 12 años cuya vigencia está asumida tanto por sus detractores como sus partidarios a excepción de la ultraderecha representada por Vox, es lo más parecido a tratar de atrapar moscas al vuelo: se manotea mucho pero no se consigue nada. Además, acusar al Gobierno de querer humillar la figura de Franco es, más allá de una broma pesada, algo imposible. Franco fue un asesino despiadado que alentó y promovió la persecución de los vencidos tras el fin de la guerra. Él solito se enterró debajo de montañas de asesinatos, torturas y persecuciones.

Ha llamado la atención en el auto del Tribunal Supremo el hecho de que haya afirmado que Franco fue Jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936. Semejante despropósito puede ser debido a dos cuestiones. La primera, que el Tribunal Supremo esté allanando el camino a una futura sentencia que admita la voluntad de la familia de que el cuerpo de Franco se quede donde está. En segundo lugar, que la ideología conservadora de varios magistrados del Supremo haya sobrepasado todos los parámetros asumibles. Que el Tribunal Supremo desconozca qué puesto ostentaba en España Manuel Azaña en octubre de 1936 demuestra lo necesario que es un sistema de elección de magistrados del Supremo basado en el resultado electoral de las elecciones generales y no en la voluntad de abogados conservadores de que los miembros que componen la máxima autoridad judicial, me refiero al Consejo General del Poder Judicial, sean elegidos por ellos mismos, creándose, por tanto, un lobby conservador muy peligroso para la democracia.