En un país adicto a la necrofilia, a un futbolista que estrella su coche a 237 kilómetros por hora le organizan funerales de Estado deportivos y le conceden la medalla de oro de la Federación a título póstumo, como si la conducción temeraria fuera una heroicidad digna de aplauso. Semejante decisión resulta tan cuestionable que no hay por dónde cogerla; ni dos dedos de frente quien tuvo la cuestionable ocurrencia de premiar a posteridad al autor de un hecho delictivo. Nos hemos empeñado en considerar a los futbolistas modelos a imitar y así nos luce el pelo, con una juventud desnortada que se deja deslumbrar por el brillo de los oropeles y los capós de los coches de lujo. Deberíamos mirar a esas macroestrellas del firmamento futbolístico como lo que son, salvo honrosas excepciones: chicos que lo tienen todo cuyo crecimiento intelectual quedó varado en el patio de colegio o en la cancha callejera, dando patadas a un balón hasta hartarse. Basta con echar un vistazo a los noticieros para caer en la cuenta de la falta de formación y en ocasiones de escrúpulos de algunos de estos divos: uno muy mediático y de los mejor pagados está acusado de violación; otros dos, en la cuesta abajo de sus carreras, se han visto a las puertas de la penitenciaría por obtener beneficio del amaño de partidos. La Dirección General de Tráfico debería servirse de la conducta errónea del futbolista fallecido en trágico accidente de circulación cuando idee su próxima campaña de concienciación contra los riesgos del exceso de velocidad. Para que sirva de ejemplo a los jóvenes el riesgo de una forma de conducir tan poco ejemplar, dañina y peligrosa.