Las distintas preferencias reveladas por los ciudadanos durante la crisis podría haber demostrado que la idea de interés público o interés general no existe, y que si los programas de los partidos políticos lo incluyen es solo por una cuestión de marketing electoral. De ahí que se piense que las políticas que pregonan en bien del interés general son solo intereses privados de grupos o colectivos con distintos objetivos, es decir, para los grupos más a la izquierda el interés nacional estriba en subir los impuestos a las clases más favorecidas y aumentar así el gasto y los servicios públicos, para la derecha, por el contrario, el interés colectivo puede estar en disminuir la carga fiscal, adelgazar las cuentas públicas y dejar que el mercado sea quien provisione las necesidades de los individuos. En el mejor de los casos, tal y como afirmaba J. Bentham, el interés de la comunidad sería la suma de los intereses de los diversos miembros que la integran. Pero eso carece de sentido y no puede considerarse un interés público.

Estos intereses privados de los que hablamos, como parece demostrar la fragmentación ideológica de los españoles, han resurgido como una consecuencia de la crisis financiera global de 2008 y de algunas de las recetas económicas empleadas por los gobiernos para combatir sus efectos, y cuyos resultados, además, han exacerbado las pulsiones nacionalistas de una autonomía, la catalana, que creía ver en el resto de España el origen de sus errores de gobernanza.

La polarización del voto, tanto por la izquierda como por la derecha, laminando definitivamente el bipartidismo, convierte a la política española en un multipartidismo a la italiana donde las dificultades para formar gobiernos estables sea una constante y un foco de inestabilidad permanente. La falta de una cultura que vea como necesario para ese «interés general» la formación de gobiernos estables mediante una coalición de partidos es lo que hace pensar que, el uso de ese término por parte de muchos políticos, es un modo cínico de referirse a él y que en los partidos priman más las ambiciones y los egoísmos de sus dirigentes que ese inexistente interés colectivo o nacional.

En las últimas elecciones, los españoles han optado por dirigir su voto hacia diferentes opciones, aquellas que entienden pueden defender mejor sus intereses. Ningún partido, hoy en España, refleja de manera clara con sus valores y sus políticas las preferencias de una mayoría y, seguramente, lo que han querido transmitir a la clase política es la necesidad de pactar y llegar a acuerdos para conseguir un gobierno de consenso que solo se puede dar si se huye de los extremos y se busca en el centro político. Un centro conformado hoy por el PSOE, el PP y sobre todo por Ciudadanos.

Al margen de los apoyos puntuales al PP y PSOE para la formación de gobiernos municipales y autonómicos, el partido que dirige Albert Rivera tiene una enorme responsabilidad al poder permitir con su apoyo la formación de un gobierno nacional, no solo para dar larga estabilidad al país, sino para poder llevar a cabo las reformas estructurales que España necesita e implementar las políticas económicas que corrijan las dificultades que presenta la economía para alcanzar una mayor productividad y un sostenimiento más equilibrado de las cuentas públicas.

Ha resuelto uno de sus dilemas, no apoyar a ninguna fuerza política extremista en sus posiciones políticas como pudiera ser el separatismo catalán y vasco, la izquierda populista de Podemos y sus confluencias, o el nacionalismo ultra de Vox. El otro dilema es decidir si apoya o no al PSOE de Pedro Sánchez como la fuerza más votada en las últimas elecciones generales a configurar un gobierno de coalición PSOE-Cs. Nos convencería, además, de que es posible que exista el interés general y políticos que lo defiendan.