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Salida real

Juan Carlos I se marcha. Ya no asumirá ninguna función protocolaria ni participará en actos públicos. Parece una decisión razonable (el rey emérito ha cumplido ya 81 años) pero, como ocurre con el estilo de dirección que le caracterizó a lo largo de todo su largo reinado, es una decisión exclusivamente suya, y cabe esperar que sea la última. Ya se ha repetido una y otra vez que Don Juan Carlos quería abdicar hace tiempo - cuando le cayó encima un elefante o viceversa - pero que se decidió posponer la decisión ligeramente hasta avanzada la primavera de 2014.

Entre otras razones, por la sorprendente circunstancia de que la abdicación no estaba regulada legalmente, por lo que se debió redactar y aprobar a toda velocidad en las Cortes. Que después de casi cuarenta años todavía no existiera una normativa para reglamentar la abdicación real es una buena prueba del fuerte personalismo de la monarquía juancarlista. El rey cumplió e hizo cumplir escrupulosamente la Constitución, actuando desde 1979 como el jefe del Estado de una monarquía parlamentaria, pero nunca consideró necesario ningún desarrollo legislativo del título segundo de la Carta Magna. Existía una especie de pacto implícito: el rey, actuando en todo momento como un monarca constitucional, no se metía en asuntos políticos o partidistas, y desde su prestigio nacional y su evidente popularidad - que llegó a ser abrumadora después del intento de golpe de Estado de 1981 - consideró que no era necesario, quizás ni siquiera conveniente, que se normativizaran unas funciones básicamente simbólicas y arbitrales - salvo el pequeño detalle, muy difícil de encontrar en el entorno europeo, de un soberano que asume, aunque no sea práctica ni operativamente, la Comandancia Suprema de las Fuerzas Armadas.

Su sucesor, Felipe VI, lleva casi un lustro en el cargo, y ha realizado un buen trabajo: discreto, inteligente y eficiente. Un servidor, en un referéndum, votaría con cierto nerviosismo a favor de la república, pero eso no es obstáculo para reconocer la labor del rey, en especial después del desgaste de la institución monárquica - a ratos escandaloso -- en los últimos años de su padre. Pero la imperiosa necesidad de una modernización de la monarquía constitucional española sigue ahí. Y es imprescindible una ley orgánica que no signifique únicamente un parche, sino que regule plena e inequívocamente varios aspectos del régimen monárquico y de las propias funciones del soberano: la consideración de familia real, la interinidad en la Jefatura del Estado en caso de ausencia, incapacidad o accidente, la transparencia en los gatos de la Casa Real y en el nombramiento de sus responsables o el establecimiento de límites a la irresponsabilidad irrestricta del monarca son algunos ejemplos de lo que cabe exigir desde una legalidad democrática a un rey constitucional.

Felipe IV debería ser el primer interesado en que la monarquía parezca y sea constitucional y legalmente irreprochable como fundamento de su legitimidad.

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