Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Tribuna

Rafael Azuar, el maestro novelista

Hay que remontarse al día en que entraba la primavera en 1967 para localizar el mayor éxito literario de Rafael Azuar (Elche 1921-Alicante 2002). En la medianoche se hacía público que era el ganador del Premio Café Gijón de novela corta con su obra Modorra, que ocupaba sesenta y siete folios mecanografiados. Gracias a un jurado presidido por Pedro Laín Entralgo, obtenía las quince mil pesetas de su dotación.

El Premio Café Gijón acreditaba entonces un logrado prestigio. Promovido en 1949 por el actor Fernando Fernán Gómez con la colaboración de un grupo de contertulios de la cafetería entre los que se encontraba Gerardo Diego, Cela y Jardiel Poncela, el premio acumulaba ya un respetable palmarés al presentarse Azuar, con ganadores como César González Ruano, Ana María Matute o Carmen Martín Gaite. Alzarse con el Café Gijón era, pues, un broche apetecido para las voces narradoras.

El nombre de Rafael Azuar ha vuelto a sonar en los últimos días al incorporarse su archivo y biblioteca al IAC Juan Gil-Albert por voluntad de sus seis hijos Gemma, María Jesús, Pilar, Julio, Rafael y César. Y aunque también fue poeta, su novelística es la que recibió mejores atenciones de jurados y editoriales nacionales, lo que facilitó su contacto con autores y autoras a quienes enviaba libros y le contestaban - Jacinto Benavente, Concha Espina, Carmen Conde, Vicente Aleixandre o Alonso Zamora Vicente, entre otros-, como consta en el epistolario de su fondo documental.

El momento explica su literatura. Hubo en las décadas de posguerra novelas urbanas -pensemos en Barcelona como escenario de Nada de Carmen Laforet o en el Madrid de La Colmena de Camilo José Cela- y novelas sobre el mundo rural, cuya tendencia tuvo cultivadores en los años cuarenta y cincuenta, prolongándose en los sesenta; algunos títulos de Miguel Delibes destacaron en esa línea. La novelística de Rafael Azuar, desarrollada en toda esa época, recreaba también el ambiente rural de vida monótona, con personajes forzados a sobrevivir en los espacios cerrados de un pueblo, moradores de una naturaleza dura que condicionaba sus pasiones y frustraciones, y que en algunos casos aspiraban a hallar una posible puerta escapatoria.

«El auténtico personaje ha de oler a ser humano, ha de estar impregnado de la realidad», razonaba Azuar en uno de sus ensayos. Y ese realismo de protagonistas mimetizados con el paisaje que habitan destaca en sus novelas, escritas en cambio con una prosa poética que servía de contrapunto al retrato social y vital que recogía. De ahí que a Azuar no le disgustara que se le adscribiera a la novela lírica.

Modorra, que como reveló veinte años después nació de una estancia suya de diez días en Salinas -su ayuntamiento acaba de recuperar la novela en una edición-, se publicó la primera vez por entregas en la revista Garbo, que en 1967 intervenía en la organización del Premio Café Gijón. Pero no se vio en forma de libro hasta que tres años después recibió una ayuda económica del Instituto de Estudios Alicantinos y se pudieron editar quinientos ejemplares. Uno de los escritores que lo recibió, Josep Pla, le contestó por carta. La misiva es conocida y ha sido citada en varias ocasiones porque Azuar la reprodujo parcialmente en 1982, al final de su libro poético Primera antología (1938-1980). El autor catalán juzgaba generosamente el relato: «Me ha parecido muy bueno. Es un libro que si se lee lentamente es de gran categoría y de mucha profundidad, con una gran cantidad de problemas resueltos. La transportación visual de la realidad al lector pasando por su pluma está siempre admirablemente resuelta».

Ahora bien, en el momento de ganar el Café Gijón Azuar no era un desconocido en la narrativa. De su paso como maestro en Vilella Alta, pueblo de Tarragona, salieron los escenarios de sus dos primeras novelas: Teresa Ferrer y Los zarzales. La primera se publicó en 1954 en la popular colección La Novela del Sábado, tras enviarla al premio que ese año convocó ese mismo sello editorial y quedar finalista junto a Mercedes Ballesteros, que lo ganó, e Ignacio Aldecoa, con quien empató.

La historia curiosa fue la de su segunda novela y sus dos versiones. En principio se tituló Un aire de amor envenenado, y con ella recibió al año siguiente de Teresa Ferrer un tercer premio de la revista Ateneo de Madrid. Pero sus ciento cincuenta folios quedaron inéditos, a pesar del reconocimiento. Así que decidió rehacerla. Revisó el texto, añadió cincuenta hojas, cambió el título por el de Los zarzales y la envió al Premio Planeta en 1958. Al descubrir en prensa que la obra estaba seleccionada entre los finalistas, sintió la necesidad de comunicarle al editor José Manuel Lara que parte de ella había sido distinguida en un premio anterior. No estaba publicada, cierto, pero la confesión resultó determinante: la editorial retiró la obra de inmediato y Azuar perdió toda opción. Editorial Aitana de Valencia la publicó en 1959.

Una novela más, Llanuras del Júcar, fue publicada en 1965 por la madrileña Editora Nacional, dos años antes de su éxito con Modorra con el que pudo subir al escalón más elevado, acostumbrado a rozar el triunfo siempre como finalista. Todavía en la década siguiente su novelística conocería una nueva entrega con Crónicas del tiempo de la monda, accésit al Premio Gabriel Sijé de novela corta en 1978, sugerente relato basado en la monda de un cementerio.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats