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Los fracasos de la izquierda

En las dos últimas décadas del siglo XX, el mundo entró en una nueva fase económica muy agresiva que pronto se vio favorecida por la implosión de la Unión Soviética y el final de la guerra fría. Fue la globalización. Ausente el fantasma que había recorrido Europa, el capitalismo se dispuso a recuperar riqueza económica y la influencia erosionada en la década de los sesenta y los setenta. Si bien la mundialización, al comprar la fuerza de trabajo allí donde más barata estuviera, sacó de la pobreza absoluta a millones de personas en los países emergentes, en el primer mundo desplomó a la clase media y baja, descoyuntó el estado de bienestar, para amoldar las economías nacionales a la competencia internacional, generó cambios ideológicos transcendentales y obtuvo victorias jurídicas, políticas y económicas contundentes sobre las fuerzas del trabajo. En España, y en general en los países del sur de Europa, las nuevas recetas, implantadas con mano de hierro por las instituciones internacionales (Comunidad Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Central Europeo) trastocaron la vida de millones de personas. En el aspecto económico, por ejemplo, allí donde irrumpió la globalización y plantó sus reales su compañero sentimental, el neoliberalismo, la riqueza se concentró en menos manos, las desigualdades aumentaron, la propiedad pública se privatizó, los derechos laborales fueron cercenados, gran parte de la industria emigró al Tercer Mundo y a los países emergentes y se exacerbó un extractivismo teñido de neoimperialismo. En política, David Rockefeller, el capitalista más atrevido y elocuente de la época, marcó el camino: llevaba, desde comienzos de los años setenta, renegando de la democracia y pregonando lo estupendo que sería sustituir la soberanía nacional por el gobierno de una élite de técnicos y financieros mundiales. Es lo que se hizo. El autoritarismo penetró como un cáncer, silencioso, en el cuerpo social, se pusieron límites a la soberanía nacional y popular y se minó la democracia representativa. Como respuesta a esta ofensiva, el nacionalismo campeó de nuevo por Europa. En este contexto, el ansia de enriquecerse aprisa produjo el envilecimiento de la política, que se hizo cada vez más áspera, hostil y excluyente. En el ámbito social, las cosas no fueron mejor, al menos para la gente común, cada vez más agachada y trémula. Con el fin de devaluar los salarios, se alentó la inmigración masiva, que intensificó la competencia en los trabajos de baja cualificación. El paro alcanzó cifras insoportables y, efectivamente, los salarios se derrumbaron. Había que producir barato para vender barato y competir con los semiesclavos de los países pobres y emergentes. Los responsables de estas perturbaciones eran los capitalistas, todo el mundo lo sabía. Pero los pobres que escapaban del hambre, la sobreexplotación y la guerra, se convirtieron en el chivo expiatorio cuando la extrema derecha, con un simplismo cercano a la estupidez, comenzó a hacerlos responsables del paro, la devaluación salarial y la pérdida de derechos laborales. Además, para debilitar a los explotados, se estimuló la competencia entre los pobres por el empleo, la vivienda y los servicios públicos. Este fue el pasto con que se alimentó el racismo en el que se diluyó la solidaridad de clase. Pronto, el chauvinismo patriótico echó leña al fuego y extendió la noticia de que los inmigrantes iban a saquear aún más los bolsillos de los españoles y cometer no sé cuántas salvajadas. Si nos fijamos en la cultura, la globalización capitalista provocó una homogeneización que exasperó los sentimientos de identidad. El nacionalismo, siempre latente, despertó el patriotismo hueco, estéril y lamentable y alentó los conflictos étnicos y religiosos. A este paisaje desolador se sumó una nueva crisis. Rockefeller, que, como los perros, meaba en todas las esquinas, ya había advertido de que se necesitaba una nueva crisis para que las naciones aceptaran el nuevo orden mundial. La Gran recesión de 2008, que, como es obvio, no cayó del cielo, fue la ocasión propicia para meter en cintura a quienes se resistían a ser engullidos por el mercado mundial. Sus efectos fueron decisivos para implantar el nuevo orden, al destruir, por su carácter implacable, los instrumentos de intermediación entre la sociedad civil, la política y el Estado y disolver los vínculos sociales sobre los que se fundamentaba la conciencia obrera. Fue el sálvese quien pueda. La gente dejó, sin más, de reunirse y renegó de la política, cuando la política se fundamenta y fortalece precisamente con reuniones y discusión. Los personajes providenciales, dispuestos a edificar el presente con ruinas y escombros, regresaron con sus himnos y banderas victoriosas. La conciencia de clase dejó paso a un patriotismo recalentado, para que pareciese un manjar nuevo. Fue un señuelo muy útil para desviar la atención de las crecientes diferencias de clase. Si el capital pudo moverse a sus anchas en este tiempo de novedad y progreso, de vidas aniquiladas, de tanta riqueza sorbida por las élites, de corrupción, soberbia, autoritarismo y desprecio al diferente, solo se debió a que la izquierda no percibió que la lucha de clases cambiaba de actores, decaía en la fábrica, salía del trabajo y se ampliaba a la vida cotidiana, a la lucha por la democracia, contra el pitorreo de la soberanía nacional y, como la economía, se hacía global. Así que fue de fracaso en fracaso. El primero de ellos fue obra del cuarteto de encantadores de serpientes compuesto por Blair, Schröder, Clinton y González. Su propuesta nació marchita y no se alejó ni un milímetro del liberalismo que debiera de combatir. Sus promotores se limitaron a añadir unas lágrimas de compasión para consolar a los perdedores de la globalización. Cumplido su trabajo, todos pasaron por caja y ¡a vivir, que son dos días! Surgió después la idea de plantar cara a la globalización. La estrechez de miras de los sectarios que la propusieron llevó a la izquierda a posiciones cercanas a la derecha nacionalista y populista. Era un camino equivocado y, por lo tanto, estéril. La globalización es imparable y su antídoto no es el nacionalismo sino el internacionalismo. Este sirve a las personas; aquélla a las multinacionales. Cuando estalló la crisis, de la lectura de los gritos de la calle surgió una nueva izquierda con su receta propia. Épica y poderosa, parecía que iba a comerse el mundo, pero la prosa ordinaria del trabajo cotidiano se la engulló en trocitos. Por último, una rama de la misma filiación, más libresca que activista, creyó que la batalla contra la globalización y el neoliberalismo se estaba perdiendo porque la heroica clase obrera, que era su antagonista natural, estaba vieja y carcomida, como lo estaba su padre, el capitalismo fordiano. En pleno auge de la derecha autoritaria en el mundo, cayeron en brazos de un populismo que llamaron transversal porque se dirigía a la multitud atropellada y tosca a la que entronizaron como nuevo sujeto histórico. Al final, cada oveja se fue con su pareja, Carmela para su casa y todo quedó en polvareda y ruido. Y es que el pueblo no existe más allá de los sueños de algunos. Existe la masa, pero esta no siempre es racional y a menudo se mueve por instinto, interés, emociones y entusiasmos pasajeros. Todo demasiado volátil. Lo real y racional son los explotados, quizás ahora en estado de estupefacción, y desestructurados, pero vivos y coleando. No son aquellos proletarios con boina, tartera y mono, pero siguen siendo trabajadores, aunque aún no tengan conciencia de clase. Y de esto es de lo que nadie se acuerda. Sin embargo, recuperarla y con ella la solidaridad de clase sin fronteras es la única posibilidad para salir de este sopor paralizante. La conciencia y la solidaridad siguen siendo los mejores instrumentos para volver a un verdadero socialismo basado en la fraternidad entre los pueblos, la igualdad y la ciudadanía universal, y los únicos capaces de arrebatar a las multinacionales el control de la globalización. Un socialismo convencido de que hacer soportable el capitalismo ya no es posible: está demasiado podrido. Solo cabe sustituirlo.

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