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Votar cara al público

Las dos noticias irreversibles del pasado domingo son la extraordinaria victoria electoral de Pablo Casado y la iniciativa de exigir el voto a tumba abierta, con las papeletas de las 32 candidaturas europeas expuestas a la vista del votante y de sus vecinos si desean saber a quién vota. No han escaseado los alaridos alarmados de los guardianes de la Constitución, al detectar la vulneración del secreto de sufragio. A continuación, exponían su ropa interior en Instagram. Y por qué se presupone que nadie miente al votar.

La orientación del voto de un ser humano ha pasado a ser tan irrelevante como su religión, a la hora de estigmatizarlo. En estos tiempos de infidelidades electorales en serie, en que hubo personas que votaron a cuatro partidos distintos en un solo domingo, estallaría cualquier algoritmo encaminado a describir y explotar sus afinidades ideológicas. La pertinencia del sigilo absoluto electoral parece discutible, y menos grave que citar a los enfermos en la consulta en voz alta, para público conocimiento de su afección.

Las reticencias de votar cara al público se extenderán pronto a actividades más repulsivas, como pedir un chuletón en un restaurante a la vista de la concurrencia. Sigue existiendo quien vota por correo para sortear la curiosidad del pueblo. Esta respetable sacralización del sufragio, también implica la convicción de que el voto y su emisor son tan importantes que el planeta entero vive pendiente de la decisión. Frente a estas cautelas, recuerdo como un exceso a Miguel Durán de la ONCE detalándome los pliegues intelectuales de cada una de sus apuestas electorales. Siento decir que no afectó a mi imagen del personaje, en un mundo donde el exceso de información ajusta las valoraciones humanas a criterios cada vez más indefinidos. La principal razón para no compartir el voto propio es no influir en el ajeno. O haber olvidado a quién se votó.

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