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La Europa de la cultura y de la ciencia

Siempre pensé que los dibujos que ilustran los billetes del euro son el más fiel reflejo de una Unión Europea demasiado fría, lejana y abstracta como para provocar el entusiasmo de los ciudadanos.

Puentes y ventanas basados en modelos arquitectónicos de diferentes períodos, que deliberadamente no representan monumentos existentes para no herir sensibilidades y y que parecen hechos por un ordenador.

Siempre creí que habría sido mucho mejor ilustrarlos con imágenes de grandes artistas, creadores y científicos de los que todos los europeos deberíamos sentirnos orgullosos sin que importase para nada la nacionalidad porque todos ellos han contribuido al acervo común.

¿O es que alguien que no fuera de espíritu estrecho podría molestarse porque en los billetes aparecieran, por ejemplo, las efigie del Dante, de Montaigne, de Miguel Ángel, de Leonardo, de Cervantes, de Beethoven o Verdi, o también las de Galileo, Leibniz, Descartes o Kant, y no la de algún compatriota?

Esos grandes hombres y mujeres - Teresa de Ávila, Sofonisba Anguissola, madame de Staël, Virginia Woolf, Marie Curie, y tantas otras entre las que escoger- que han hecho grande a Europa, pero no en el sentido que el presidente más ignorante de la historia habla de “hacer grande” a su país.

El espíritu europeo, explica el filósofo italiano Massimo Cacciari, ha encontrado reflejo en figuras inolvidables, en las que se reconocen los ciudadanos: desde los viajes de Ulises, el peregrinaje de Dante y de ese otro peregrino que fue Don Quijote, desde la vida aventura a de Don Giovanni a la del doctor Fausto, desde Hamlet y el rey Lear al Proceso, de Franz Kafka.

Por contraposición, “las mitologías nacionalistas no pueden producir en Europa más que egoístas cerrazones identitarias, retóricas hueras si no racismos miserables”, ya que, agrega Cacciari en un ensayo publicado en el semanario “L´Espresso”, “los mitos europeos son los del viaje, el descubrimiento, la curiosidad por lo ajeno, llevada hasta el naufragio”.

Cacciari se pregunta si puede concebirse todavía “una patria europea”, una patria que custodie en su seno las diversas naciones y sus lenguas”, y señala que, por imposible que parezca esa empresa, es necesaria ya que, de otro modo, ” la nostalgia de arcaicas pertenencias, de prejuicios consolidados, de domésticos refugios, con todo el arsenal de sus bárbaros mitos, podría reforzar banderas y tristes pasiones de populismos”.

Europa no puede reducirse, decimos nosotros, a un bloque económico, a un espacio para el intercambio de servicios y mercancías, regido solamente por las leyes del mercado y de la libre competencia, un espacio egoísta y sin alma que termine hablando sólo inglés, la nueva lengua franca.

Al ministro liberal piamontés del siglo XIX Massimo d´Azeglio se le atribuye la frase: “Italia está hecha. Sólo falta hacer a los italianos”. Algo parecido ocurre con la Unión Europea. Hace falta todavía crear una identidad cultural común, un sentido de pertenencia a algo más grande que la nación en cuyo seno uno haya podido nacer.

Urge para ello un gran esfuerzo de pedagogía, que debería comenzar en la escuela primaria. Hay que enseñar las aportaciones de cada país al acervo cultural común, sin ocultar tampoco los crímenes cometidos en su nombre o en el de la civilización.

Hay que procurar también que cada joven europeo aprenda uno o varios idiomas distintos del suyo - y no sólo el inglés, ¡cuantos más, mejor!-, además de promover todo tipo de intercambios culturales, a imitación del programa Eureka.

Y a ese esfuerzo de entendimiento y de solidaridad entre los pueblos deberían contribuir los propios medios de comunicación, destacando siempre los valores que deberían ser comunes: democracia, respeto de las leyes, de la dignidad de las personas y de todos sus derechos, no sólo los civiles y políticos, sino también los sociales y económicos.

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