Los ciudadanos españoles llevamos soportando desde prácticamente el final de la X legislatura, en octubre de 2015 cuando el Partido Popular perdió su mayoría absoluta, una lucha encarnizada por el poder entre quienes se vienen dedicando a la política como profesión desde una alternancia bipartidista y quienes quieren forma parte de ella prometiendo romper con los viejos esquemas que la hicieron posible pero sin renunciar por ello a la funcionarización de la política, es decir, a permanecer en ella hasta la jubilación forzosa.

La cantidad de nuevos actores que intentan incorporarse a la arena política en momentos de campaña electoral, tan eterna como las que estamos viviendo desde finales de 2015, deber ser sumamente enorme, no sabemos si porque realmente son muchos o porque la comunicación a través de las redes sociales y de su aparición continua en los medios magnifica su presencia distorsionando la realidad. Uno, por si acaso, los calcula estimando la cantidad de nuevos empleados públicos que se vienen sumando a la burocracia estatal en los tres últimos años, lo que tiene cierta lógica pues qué harían los primeros sin los conocimientos de los segundos.

Quienes, si no, serán los encargados de hacer frente a todas las políticas públicas que prometen implantar, políticas que necesitarán de nuevas tareas regulativas, de conseguir nuevos recursos para poder suministrar los bienes y servicios, de hacer cumplir las normas, en definitiva, de mantener vivas las virtudes de la burocracia de Weber.

Quieren diferenciarse de los viejos actores prometiendo cosas novedosas, modernizando su imagen y su apariencia, practicando un lenguaje inclusivo, transgresor, transversal, transgénero, etcétera, pero se olvidan de la burocracia napoleónica que subsiste entre administradores y administrados y ni una palabra sobre cómo convertirla en más eficiente, en menos costosa, en más neutral, sin que esto último sea interpretado como una no politización en la elite burocrática, necesaria si el partido ganador de unas elecciones quiere contar con la confianza y lealtad del alto funcionariado.

La racionalización administrativa y la del gasto público van de la mano, de no hacerlo se pone en peligro al propio Estado de bienestar. Los políticos deben saber, se les ha dicho hasta la saciedad, que los recursos son escasos y que saber administrarlos con prudencia y honestidad es el abecé de la economía.

En las administraciones locales se han cometido y se cometen muchos desmanes a costa del contribuyente y en favor de redes clientelares cuyos resultados se dirimen las más de las veces en los juzgados de lo contencioso o en los de instrucción por la vía penal. Son administraciones proclives a la práctica del nepotismo y a elevar el número de contratados y funcionarios, lo que obliga a establecer un sinfín de procesos administrativos hasta hacerlos ineficientes, favoreciendo el amiguismo y la falta de transparencia.

Además de elegir a nuestros representantes al Parlamento Europeo, el próximo día 25 se celebran elecciones locales y autonómicas en más de ocho mil ayuntamientos y en doce comunidades sin haberse acometido la tan deseada reforma estructural de las administraciones públicas. Poco se ha oído, por no decir nada, acerca de las duplicidades administrativas que se cometen entre el desempeño de las diputaciones provinciales, los ayuntamientos y los gobiernos autónomos, sobre la existencia de empresas públicas y fundaciones deficitarias que de nada sirven al interés general, sobre puestos administrativos creados ad hoc para amigos y familiares, sobre el enchufismo en las contrataciones laborales.

Y poco o nada sobre los problemas de rendimiento y la consecución de objetivos y resultados, poco o nada sobre el perverso modelo incrementalista de generar los presupuestos, o sobre el sistema de mercado para dar una respuesta mejor a las preferencias de los individuos, o sobre la ética administrativa de y para los empleados públicos.

Aún están a tiempo esta nueva casta de políticos de decirnos algo de cómo mejorar la organización de la Administración Pública para hacerla más racional sin que se note demasiado esa simbiosis burócrata-política que da sentido a la profesión.