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El personaje Punset

Al final - como en el principio - todos somos un diminuto fragmento de literatura fugaz. Antes de que todo fueran palabras --y mucho antes de que todo fueran imágenes e iconos- si alguien parecía ligeramente distinto o enfático caía de inmediato en la extravagancia, a menudo penalizada socialmente; ahora, en cambio, la extravagancia es un estilo común y hasta vulgar. Nosotros ahora- a nuestros abuelos y bisabuelos no les ocurría tal cosa - somos personajes. Si usted no se convierte en un personaje no es nada ni nunca llegará a nada. No se trata de dejarse construir por los demás, sino de alcanzar su propia figura en el dramatis personae del mercado reputacional. Todos tenemos ya una autobiografía previsiblemente falsa para colmar expectativas más o menos segmentadas, como los yogures con muesli dirigidos a octogenarios voluptuosos. Por supuesto, Eduard Punset lo descubrió enseguida. Y se aplicó a ello.

Son un poco ingratos los palos y denuestos que se ha llevado Punset después de su reciente fallecimiento. Y lo son, especialmente, porque no están errados. Eduard Punset no fue un divulgador científico, aunque bastantes programas de su aclamado espacio televisivo, Redes, demostraron un más que suficiente interés informativo, con la participación de científicos y tecnólogos eminentes de Europa y Estados Unidos. No, Punset no fue ni un Carl Sagan del siglo XXI - esa enormidad la leí hace seis o siete años - ni un Stephen Jay Gould carpetovetónico. Era perfectamente capaz de plantearse en un monólogo delirante que una neurona pudiera pensar o publicitar una marca de pan de molde concediéndole virtudes casi terapéuticas. La curiosidad científica de Punset tenía sus límites: cosas rarunas, impactantes, sorprendentes, vagamente intuidas por una inteligencia sin duda viva y enérgica pero que no prestaba ni pretendía prestar atención a la ciencia como un conjunto de sistemas de conocimiento dotado de su riguroso estatuto espistemológico.

En cambio, Punset entendió enseguida que la caía bien a la gente insistiendo solo un poco en sí mismo: en su dicción y su ritmo verbal, en su código gestual, en su quebradiza exuberancia capilar, en una cordialidad incansable. Hace muchos años Rosa Posada, que fue portavoz del último Gobierno de Adolfo Suárez, reconoció que los informes de Eduard Punset como ministro de Relaciones con las Comunidades Europeas le entusiasmaban, “no solo por su contenido, sino por como los leía durante el Consejo de Ministros”. Punset era ya un seductor, es decir, un sujeto con una enorme capacidad de adaptación, y así militó en el PCE, y luego escaló en la UCD como un catalán debidamente castellanizado, y a continuación en el CDS, y en los últimos años defendía -más o menos discretamente, para no enajenarse simpatías - el procés catalán hacia el independentismo. Con Redes llegó el perfeccionamiento del personaje y la oportunidad de negocios con una dimensión incluso familiar y libros con una ligerísima pátina cientificoide para vivir feliz y contento, realizado, satisfecho o algo así: táchese lo que no proceda. Tuvo muchos imitadores, pero nunca le molestaron demasiado, y no solamente por disfrutar de un sentido del humor apreciable y un punto sardónico, sino porque sabía hace tiempo que ningún imitador podía imitarlo tan espléndidamente como lo hacía él mismo.

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