El pasado martes estuve siguiendo con mucha atención, a través de diferentes medios de comunicación, las noticias sobre la constitución de las Cortes Generales en ésta, su decimotercera legislatura, o decimocuarta si contamos como tal la anterior a la promulgación de la Constitución de 1978.

De entre todo lo visto y comentado al respecto en prensa, radio y televisión, destacan dos cuestiones que me han molestado sobremanera. La primera ha sido el hecho de que numerosos analistas, contertulios, politólogos y supuestos expertos, se hayan empeñado en resaltar que arrancábamos la «trece o catorce» legislatura. Si tan doctos prohombres, y «promujeres», que no quiero molestar a los defensores del lenguaje inclusivo de género y políticamente correcto, ni tan siquiera saben utilizar los números ordinales, empezamos la legislatura con mal pie.

La segunda ha sido la forma tan estrambótica que han utilizado algunos para jurar o prometer su acatamiento a la Constitución. Yo que fui concejal del Ayuntamiento de Elche no hace mucho (disculpen, pero todos tenemos un pasado oscuro), sé que el Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, por el que se determina la fórmula de juramento o promesa para la toma de posesión de cargos o funciones públicas establece, en su Artículo 1, que la frase exacta que se debe pronunciar ha de ser la de «Juro o prometo por mi conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo de (?), con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución, como norma fundamental del Estado»; o responder con un lacónico «sí juro» o «sí prometo» cuando la modalidad elegida es la de responder a la pregunta, en lugar de pronunciar el enunciado anteriormente expuesto.

Por algunos de mis artículos publicados con anterioridad, como El paraíso políglota (19 de mayo de 2017), El dardo en la palabra (9 de junio de 2017), Cómo ser tonto en cinco idiomas (10 de noviembre de 2017), o El nuevo dardo en la palabra (14 de septiembre de 2018), sabrán que soy un férreo defensor de una correcta utilización de nuestro idioma. Por muchos otros, que no voy a enumerar, podrán también inferir que mi posición política, ideologías aparte, pues todas son legítimas siempre y cuando se expongan en los límites impuestos por el imperio de la ley, es la defensa del bien común frente a una postura, que empieza a ser mayoritaria en todos los partidos políticos, de utilizar los cargos y prebendas derivados de las urnas como único medio de vida.

Precisamente, el pasado martes, en el Congreso de los Diputados, pudimos ser testigos de dos ejemplos paradigmáticos de políticos que se encuentran a un lado y al otro de la correcta utilización del idioma español, y a un lado y al otro también del respeto a las instituciones y al pueblo que dicen representar.

En el lado, a mi entender, correcto, se situó el presidente de la Mesa de Edad, el diputado socialista por Burgos Agustín Javier Zamarrón, quien no sólo cumplió de forma exquisita con el cometido que el Reglamento de la Cámara le atribuía, sino que además lo hizo haciendo gala de oraciones que impresionaron a propios y extraños, como cuando se dirigió a los diputados diciéndoles «Dejen expedito el pasillo del tercio izquierda, que tenemos que ir con la sacra urna a ver al señor Echenique».

La posición contraria, es decir, la de vapulear el idioma, la legalidad y el sentido común, estuvo representada por los cuatro políticos catalanes, reos preventivos acusados de graves delitos. Si tomamos como ejemplo al más significado de entre ellos, el señor Junqueras, aunque no pudimos oír su intervención debido al pataleo de protesta de algunos diputados, sí pudimos apreciar a través de las cámaras de televisión lo que pretendía decir, pues lo había anotado en un trozo de papel. La literalidad de la frase, faltas de ortografía incluidas, era la siguiente:»Des del compromiso republicano, como preso político y por imperativo legal, si prometo».

En primer lugar, España es un Estado democrático y de derecho por lo que no puede haber presos políticos. En consecuencia, si Oriol Junqueras prometió su acatamiento a la Constitución como «preso político», no debería haberse dado por válida esa fórmula, por lo que no habría adquirido la plena condición de diputado. En segundo, si en una frase de trece palabras este señor comete dos faltas de ortografía graves («des del» por «desde el», y «si» en vez de «sí»- con tilde), podemos ver, a todas luces, el nivel de los políticos que han llevado a Cataluña al borde del precipicio.

Pero me deben disculpar, embebido como estoy en estas reflexiones, no les he hablado de literatura esta semana. De modo que, aprovechando la cita electoral del próximo domingo, les recomendaré un libro de José Saramago titulado Ensayo sobre la lucidez. En él, el genial luso plantea la siguiente hipótesis: «¿Qué ocurriría si en unas elecciones municipales el 83% de los electores votara en blanco?» No les cuento más, pues no quiero hacerles «spoiler», como se dice hoy en día utilizando un anglicismo perfectamente evitable.