Cuentan las crónicas que cuando Pedro Sánchez hizo público el nombre de los ministros de su primer Consejo de Ministros en la pasada legislatura se hizo un gran silencio en la sede del Partido Popular de Madrid. La causa de este silencio fue la sorpresa que causó -admitida en público por varios dirigentes populares- el hecho de que a pesar de la inexperiencia de Pedro Sánchez en la gobernanza hubiese reunido un grupo de hombres y mujeres con alto grado de formación y un excelente currículum profesional. Se alejó Sánchez, por tanto, del error en el que en numerosas ocasiones ha caído el PSOE; me refiero al hecho de elegir para cargos de la Administración a personas muy versadas en el arte del saber moverse en la estructura socialista, pero con muy poca -o en ocasiones ninguna- experiencia laboral y nula formación cultural y educativa. Superada esa sorpresa inicial el tiempo ha confirmado el acierto de los nombramientos de Pedro Sánchez con excepción de alguna que otra metedura de pata fiscal de uno de sus miembros que, en cualquier caso, se solucionó de manera rápida y precisa.

Continuando con esa capacidad de sorprender de Pedro Sánchez en el capítulo de nombramientos, la designación del filósofo Manuel Cruz como presidente del Senado ha sido una excelente noticia que más allá del nombramiento en sí, es decir, dejando al margen el hecho de que un catedrático de Filosofía Contemporánea vaya a presidir el Senado de España, lo que de verdad parece importar es la idea que el presidente del Gobierno quiere hacer llegar a la ciudadanía con su nombramiento.

Resulta evidente que el Senado no ha llegado a poner nunca en práctica el papel con el que fue ideado en un principio; me refiero al hecho de ser un lugar de debate autonómico donde arreglar las diferencias entre regiones de España que de manera voluntaria decidieron mediante referéndum conformar el Estado español como una monarquía parlamentaria con el deseo de integrarse en Europa. En su discurso de investidura Manuel Cruz recordó la necesidad del entendimiento y del diálogo sincero como muestra de aquello que desde las instituciones democráticas debe irradiarse hacia la ciudadanía y de ello podemos deducir que los nacionalismos surgidos en España en los últimos años producto de haberse puesto de moda el hacerse contestatario contra un hipotético poder central -sea eso lo que signifique-, viene a ser lo opuesto a lo que Manuel Cruz representa. Que no se me entienda mal. Que la filosofía presida el Senado significa, por un lado, que el diálogo constructivo, la ponderación y la reflexión tendrán en esta legislatura una constatación práctica y, por otro lado, que el nacionalismo entendido como voluntad de excluir a los demás, es decir, la diferenciación propia mediante la expulsión del otro -aunque sólo sea de manera metafórica- es en realidad lo contrario a lo primero.

Por tanto, con la presidencia de Manuel Cruz se da un doble mensaje: se quiere apostar por el diálogo, pero al mismo tiempo debe quedar claro que los límites a ese diálogo los marca la Constitución española y la concepción del Estado como social y democrático lo que, en la práctica, significa que el nacionalismo como tal es lo opuesto al sentido social e igualitario de la voluntad del legislador que redactó una Constitución posteriormente refrendada por el pueblo español.

De entre sus más de veinte libros publicados por Manuel Cruz vamos a elegir, esta vez, el imprescindible Adiós, historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual (Ediciones Nobel) con el que consiguió en el año 2012 el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos. Un excelente libro para este mundo nuestro en el que, al parecer, resulta imprescindible poder hablar durante horas de la última serie de televisión emitida por un canal de pago o elevar a la categoría de elemento intelectual el fútbol y todo lo que lo rodea.

En la actualidad parece que la historia se quiere dejar de lado. Tal vez moleste porque sea testigo de nuestros errores. Dice Cruz en su libro que quizá lo que en realidad hacemos sea actuar para poder recordar, es decir, que vivir el presente con intensidad en el fondo no es otra cosa que atesorar recuerdos futuros. Tal vez tenga razón el presidente del Senado cuando centra su atención en un pasado muy presente al afirmar que nuestra vida es, sobre todo, la generación de recuerdos para nuestro yo del futuro. Si tenemos en cuenta el fenómeno del juvenilismo que tanto se extendido, recuerda Cruz, en el mundo contemporáneo, resulta indudable que la apelación a la historia y a la memoria no tendría mucho sentido. Y sin embargo resulta imprescindible por cuanto la historia aparece revestida de una pátina de memoria propia que no sólo nos ayuda a vivir el día a día de nuestras vidas, sino que nos prepara para, algún día, poder revisar y quizá perdonar nuestros propios actos.