Día veintiuno de mayo de 2019; escenario, Congreso de los Diputados; motivo, apertura de la XIII legislatura, preside nada menos que una reencarnación de Valle Inclán, un modernista bohemio del siglo pasado de barba luenga y blanca trasladado en el tiempo por senderos ignotos a través de avatares de un destino que hizo el camino de Santiago a la inversa hasta Burgos, lugar de donde salió el que ese día intervino como el más longevo de los diputados elegidos en las recientes elecciones legislativas; asistentes, 350 mujeres y hombres, con discreta presencia policial en el Parlamento, para dar cumplimiento a que cuatro de los que juraron, en catalán, por compromiso republicano y como preso político, o por lealtad al mandato democrático del 1 de octubre y al pueblo de Cataluña, cumplieran de ese modo el imperativo legal de acatar la Constitución, dar un beso a sus familias, introducir fuegos de artificio a un telediario tipo Sálvame y poco contributivo a destensar un problema nacional que se va convirtiendo en crónico, para, una vez terminada la jornada, volver a la cárcel de Soto del Real.

Menos mal que los que esto lean viven en España, porque allende nuestras fronteras pensarán que la LSD u hongos alucinógenos es nuestro alimento para desayunar, y si no nos ha hecho mucho efecto, le damos también en la merienda; léase, convertimos en cotidiano el teatro del absurdo, dejando en ridículo a los mejores, a Eugene Ionesco, a Albert Camus, Samuel Beckett, y en vertiente local a Miguel Mihura, Luis Buñuel o Fernando Arrabal. En suma, el esperpento en estado puro practicado por políticos pelín mediocres.

Si la ficción es una simulación de la realidad que realizan, entre otras, obras cinematográficas, presentando mundos imaginarios al que las consume, por qué no acudimos a la ficción para encontrar fórmulas que resuelvan los problemas de la vida real aparentemente irresolubles. Y puestos a ello, encontré una película de ciencia ficción dirigida por John Badham en 1983, Juegos de guerra ( título original War games ), cuya trama discurre del siguiente modo:

Época histórica, cenit de la guerra fría entre las dos superpotencias con cabezas nucleares apuntando a miles de kilómetros de distancia. Desde el lado americano, detectado que los hombres no se muestran dispuestos a girar la llave necesaria para lanzar un ataque con misiles, optan por la automatización de los disparos sin intervención humana, cediendo esta capacidad a un superordenador que está programado para realizar continuamente simulaciones militares y aprender con el tiempo.

Un joven hacker burla la protección del superordenador en busca de juegos fascinantes, encontrando uno llamado «Guerra Mundial Termonuclear», y en el que se pone a jugar en el lugar de la Unión Soviética, iniciando una guerra nuclear contra Estados Unidos. El inicio de la simulación de batalla convence a los militares americanos que se ha producido un lanzamiento de misiles nucleares soviéticos, entrando en pánico. Mientras, Joshua, nombre coloquial del ordenador (recuerdan Hal de 2001 Odisea del Espacio, de Kubrick ), continúa la simulación para activar el escenario y ganar el juego, ya que no entiende la diferencia entre la realidad y la simulación, sigue adelante con el ataque a Estados Unidos, alimentando el juego con información de forma continua con datos falsos, tales como las incursiones de bombarderos soviéticos y despliegues de submarinos, que hacen desencadenar represalias que podrían terminar con el inicio de la Tercera Guerra Mundial.

Con la ayuda del joven hacker ponen a jugar al ordenador al tres en raya contra sí mismo, lo que da lugar a una larga cadena de empates, obligando al software a aprender el concepto de futilidad y escenarios sin salida, lo que le lleva a la conclusión de que el resultado es tablas y que la guerra nuclear es un extraño juego en el que «el único movimiento para ganar es no jugar».

Moraleja: Qué gratificante sería que se introdujeran en la política dos hackers, chica y chico, e inocularan virus varios en sus mentes y les enseñaran que las tablas tras partidas infinitas no se resuelven iniciando una nueva partida condenada al mismo resultado, eso, ganar es no jugar, y así, catalanes y españoles podríamos dedicar nuestras inquietudes políticas a reducir las desigualdades reduciendo al mínimo las algarabías.