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El último reaccionario

El pasado 6 de mayo, a los 95 años, murió uno de los pensadores más singulares de nuestro tiempo, el historiador John Lukacs.

A finales de 1944, un soldado húngaro paseaba al atardecer por la ciudad de Budapest. De repente vio cómo el Danubio arrastraba los cuerpos de varios judíos asesinados. Era diciembre y las tropas soviéticas cercaban la capital, que finalmente caería en febrero. John Lukacs levantó la mirada del río y observó a su alrededor cómo la vida seguía su curso: las titilantes luces de gas, los escasos coches que circulaban por las calles, los hombres trajeados llevando a casa el árbol de Navidad. Cincuenta años más tarde, anotó en sus memorias esta doble imagen: los cadáveres flotando y el ritual del árbol navideño, la muerte y la esperanza.

En 1948, con apenas 23 años, Lukacs huyó a los Estados Unidos donde pasaría el resto de su vida como un oscuro profesor universitario de provincias. Fue, en muchos sentidos, el último reaccionario; no por antidemócrata -de hecho, no lo era-, sino por su desprecio a los efectos embrutecedores de la ideología. En tanto que historiador, le interesaban mucho más los motivos que impulsaban a la gente a actuar que las raíces de los problemas, la dirección de sus ideas más que el origen de las mismas. En sus libros solía repetir a menudo algunas de sus obsesiones, como si fueran los aforismos de un moralista. Uno de ellos dice así: “La historia de la política es la historia de la palabra”; de modo, que termina sucediendo lo que gente piensa que va a suceder, precisamente porque terminamos creyendo aquello que queremos creer. Frente a Marx, sostenía que “lo que marca el devenir histórico de las sociedades y de las personas no es la acumulación de capital, sino la acumulación de opiniones”. Frente al liberalismo, creía que la fuerza del consenso es insuficiente para afrontar las crisis recurrentes de la historia. Denostaba el clima conservador surgido en América a partir del macartismo, que tenía mucho más que ver con el populismo oportunista que con ese estilo propio que caracteriza a una cultura vieja y asentada. “Un conservador -escribió en sus memorias- pondrá su confianza en Ronald Reagan; nunca un reaccionario y no porque Reagan haya sido actor de Hollywood, sino porque nunca dejó de serlo”. En el fondo pensaba que el reaccionario responde a una vocación moral más que a una filiación intelectual: se atiene al carácter de las personas y no a sus ideas. “Lo que pensamos -dijo- cuenta menos que cuándo y cómo lo pensamos”. Por supuesto, esta regla sigue siendo válida hoy.

Los libros de John Lukacs, que falleció a los 95 años el pasado 6 de mayo -algunos de ellos publicados en España por la editorial Turner-, perdurarán como pequeñas joyas literarias destinadas a iluminar el alma de una época. Escribió sobre Churchill y Hitler -dos de sus obsesiones-, sobre la Guerra Fría y el final de la civilización europea, sobre la peligrosidad del nacionalismo -“cemento viscoso", lo denominaba- y las consecuencias de la publicidad y el marketing. Fue un excéntrico que nunca cedió en su libertad. Prefería los hombres con principios a los ciudadanos ensoberbecidos por los valores. Creía con Tocqueville que, así como la barbarie terminó con la civilización clásica, también sería la barbarie la que acabaría con el largo periodo de civilización burguesa iniciada hacia 1500. Fue un hombre tan antiguo que ya no pertenecía a su tiempo. Por eso mismo su mirada sobre nuestra época resulta tan inusual. Descanse en paz, maestro Lukacs.

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